Cada día se producen en nuestro mundo muchas buenas noticias que, con frecuencia, pasan inadvertidas o no son debidamente valoradas. Miles de personas, dejando a un lado sus intereses personales, cuidan con mimo a los enfermos, ofrecen ayuda y consuelo a los necesitados, acogen a los emigrantes y refugiados, recorren caminos para la construcción de la paz y ponen los medios para que los excluidos de la sociedad recobren sus derechos y su dignidad.
A pesar de estas buenas noticias, todos corremos el riesgo de ver la realidad con una visión negativa, pues los medios de comunicación nos recuerdan insistentemente la falta de respeto a la vida humana, las injusticias sociales y los enfrentamientos armados en distintos rincones del planeta. Estas dolorosas realidades, que afectan a tantas personas inocentes, son el resultado del fanatismo religioso, de la avaricia, del afán de poder y del deseo incontrolado de riquezas por parte de unos pocos.
En medio de estas malas noticias, que pueden inducirnos a pensar que no hay esperanza ni futuro para la humanidad, la Iglesia nos recuerda insistentemente una gran noticia: Dios, que es Padre de todos, de los violentos y de los que ansían la paz, nos regala a su Hijo para iluminar las tinieblas del mundo con la claridad de su venida.
Esta incomparable noticia puede pasar desapercibida para quienes no son creyentes, pero también para quienes nos confesamos cristianos por el hecho de haber recibido un día el sacramento del bautismo. Unos y otros podemos olvidar que Jesucristo viene al mundo para ser compañero de camino, para iluminar nuestras tinieblas y para perdonar nuestros pecados.
Dios, por medio de su Hijo muy amado, viene a visitarnos cada día para que no olvidemos que, si le recibimos como el único Salvador de nuestras vidas, dejándole guiar nuestros pensamientos y acciones en cada instante de la existencia, es posible la paz, la alegría, la justicia y la fraternidad entre todos los seres humanos.
Sabemos que es posible un mundo mejor, un mundo pacificado y solidario, pero para lograrlo cada uno hemos de superar nuestros egoísmos y abrir el corazón a cada ser humano. La contemplación y la adoración del Señor tienen que impulsarnos a salir al encuentro de aquellos hermanos que no han descubierto el verdadero sentido de su vida o son tratados injustamente cerca o lejos de nosotros.
Esto quiere decir que, además de revisar nuestros sentimientos y nuestra preocupación por la búsqueda del bien común, hemos de pedir confiadamente a Dios que los gobernantes de las naciones y los poderosos de este mundo no sean insensibles ante el sufrimiento de los más débiles y adopten medidas para paliar sus necesidades.
Con mi cordial saludo y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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