La Iglesia, nacida en Pentecostés, recibe el encargo de salir hasta los últimos rincones de la tierra para anunciar y dar testimonio del amor y de la salvación de Dios realizada en Jesús. Hoy, todos los cristianos, presbíteros, consagrados y cristianos laicos, recibimos este encargo en el sacramento del bautismo. Cada uno, según su vocación, es también enviado al mundo por el Señor para ser discípulo misionero.
En esta salida misionera, la Iglesia, imitando a su Maestro, tiene que acercarse, acoger y acompañar a todos los seres humanos. Pero, de un modo especial, debe cuidar a los más necesitados, a los pobres y a los enfermos, a los despreciados y olvidados de la sociedad. En ellos se encarna especialmente el Señor y, desde ellos, nos invita a no cerrarnos sobre nosotros mismos en nuestras costumbres y rutinas.
Tenemos que dar incesantes gracias a Dios porque son muchos los cristianos que asumen con gozo esta misión en las actividades parroquiales, en el cuidado de la familia y en la transformación de las realidades laborales y sociales de acuerdo con los criterios evangélicos. Pero, deben preocuparnos a todos aquellos hermanos que viven sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesús y no han experimentado el calor de una comunidad que les acoja y acompañe en la búsqueda de sentido para la vida.
Para llevar a cabo esta ingente misión, la Iglesia, además de invitar a todos los bautizados a colaborar activamente en la acción evangelizadora, mediante la oración, el testimonio creyente y la entrega de su tiempo, necesita también la aportación económica de todos. Solo así será posible la atención a los pobres, el mantenimiento de los templos y la realización de las distintas actividades pastorales diocesanas y parroquiales.
La Iglesia del futuro, contando siempre con la acción del Espíritu Santo, será lo que cada bautizado esté dispuesto a aportar a la misma en dedicación, en tiempo y en ayuda material pues, como sucede en la familia, es necesaria la colaboración de todos en el anuncio del Evangelio y en la respuesta a sus necesidades. Esto quiere decir que no podemos caer en una espiritualidad intimista e individualista que olvide las exigencias de la caridad y la lógica de la encarnación en la vida del pueblo.
Las dificultades para el anuncio del Evangelio no pueden replegarnos sobre nosotros mismos, pues todos corremos la tentación de recluirnos en las estructuras eclesiales y en las costumbres religiosas donde nos sentimos tranquilos, olvidando que fuera de la Iglesia hay una multitud hambrienta de pan material y de orientación espiritual.
Si queremos que la Iglesia continúe realizando su misión evangelizadora en el futuro, cada bautizado, valorando sus capacidades y dando gracias a Dios por los dones recibidos, tiene que descubrir la invitación del Señor a poner su persona, su tiempo y sus bienes al servicio de los hermanos, especialmente de los más necesitados.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día de la Iglesia diocesana.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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