Los cristianos, por el sacramento del bautismo, hemos sido constituidos hijos de Dios y miembros vivos de la Iglesia. Por eso, el bautizado, que descubre su condición de hijo de Dios, asume también que es enviado por el Señor para ser su testigo hasta los confines de la tierra. La vocación cristiana y nuestra identidad como hijos de Dios se realizan en la misión, en la salida al encuentro de los hermanos.
Por eso, los cristianos, contemplando los comportamientos del Maestro, somos llamados y enviados al mundo para ser transparencia suya en las relaciones familiares, en el trabajo, en el estudio y en los tiempos de ocio. El cristiano, buscando en todo momento la voluntad del Padre, tiene que acercarse a sus hermanos con actitud de acogida para construir con ellos la fraternidad universal.
El Señor nos pide que seamos signos vivos de su presencia en el mundo y, para ello, es preciso que seamos creíbles. Nuestro modo de vivir y actuar tiene que ser un testimonio significativo para los demás, procurando que las acciones coincidan con las palabras. No basta confesar que tenemos experiencia de Dios, es necesaria la preocupación por los demás por medio de un testimonio callado y desinteresado. Este testimonio ilumina y estimula más que los grandes discursos.
Si las personas con las que convivimos experimentan que son acogidas y que pueden acudir a nosotros cuando lo necesiten, si nos situamos en la vida al lado de los más humildes y necesitados, sin muchas palabras, nos convertimos en testigos cualificados de la fe en Jesucristo y en signos visibles de que el reino de Dios, reino de verdad, libertad y justicia, está presente y actuando en medio del mundo.
Como nos recordaba el papa Benedicto XVI, se trata de recorrer la vida compartiendo el sufrimiento y la tristeza de nuestros semejantes, sin pasar de largo. En cada instante de la existencia, en las relaciones con los hermanos, hemos de tener en cuenta la parábola del buen samaritano, que actuaba con “un corazón que ve”. En última instancia, supone fiarse de Jesús y de su modo de entender la existencia.
Cuando actuamos con estos criterios, la vida se llena de la paz y la alegría que el Resucitado derrama sobre quienes le reconocen y le siguen. Es la alegría evangélica que nace del encuentro con Jesucristo y del compartir con los hermanos más necesitados. Entonces mi plan y mis intereses coinciden con los intereses de Jesús. Esto requiere que todos estemos dispuestos a cuidar la fe, alimentarla y prestarle la necesaria atención.
Con mi bendición, feliz día del Señor
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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