La invitación de Jesús a ser sus discípulos siempre nos sorprende y nos hace caer en la cuenta de nuestras debilidades y pecados. Aunque sabemos que el fruto de la misión depende fundamentalmente de la apertura del corazón a la acción del Espíritu Santo, inconscientemente pensamos que todo depende de nuestras cualidades y esfuerzos.
San Pablo, cuando contempla la fidelidad a Cristo de los miembros de sus comunidades y su constancia en el amor, llega a afirmar que todo es fruto de la gracia de Dios que actúa en él y por medio de él a favor de los demás. De este modo, asume sus limitaciones y la necesidad de dejarse conducir por Dios, pues solamente el Señor puede hacer que la semilla germine, crezca y produzca fruto abundante.
Cuando el cristiano se escuda en sus pocas capacidades para no responder a la invitación del Señor o cuando pretende ser el centro y la meta de la acción misionera de la Iglesia, está olvidando que la misión nace de la llamada de Dios y sólo es posible llevarla a término con la ayuda de la gracia y con la fuerza del Espíritu. Somos pecadores y limitados, pero a pesar de todo Jesús quiere contar con nuestra pobreza para ofrecer al mundo las riquezas de su amor y la universalidad de su salvación.
Las dificultades para el impulso de la evangelización hemos de esperarlas y conocerlas. Siempre han existido y existirán en el futuro, pero hemos de verlas no desde nuestros criterios, sino desde los criterios de Dios. En unos casos, no podremos evitar las dificultades y, por lo tanto, hemos de asumirlas con paz y serenidad porque provienen del exterior. En otros casos, cuando las dificultades provienen de nosotros, de la costumbre, del egoísmo y de la desconfianza que anida en nuestros corazones, siempre será posible superarlas, si permanecemos en actitud de sincera conversión al Señor.
Jesús, al contemplar los desprecios y la cerrazón de corazón de sus oyentes ante el anuncio de la Buena Noticia, dirá que el discípulo no puede ser más que el Maestro, es decir, que si Él experimentó dificultades, también sus discípulos deben esperarlas en el cumplimiento de la misión. Por eso, el discípulo ha de actuar siempre con la profunda convicción de que el fruto de la evangelización no depende tanto de sus méritos y esfuerzos, cuanto de la confianza en el poder de Dios y en la fuerza de su gracia.
Cada día hemos de agradecer a Dios los dones recibidos de su mano misericordiosa, así como las buenas obras que nos mueve a realizar en favor de los demás. Pero, no debemos olvidar nunca que el Señor quiere contar con nuestras limitaciones y flaquezas para mostrar su amos y santidad a todos los hombres. La gracia divina y la acción del Espíritu Santo nos preceden y acompañan en la misión, pero debemos responder a estos dones inmerecidos con nuestra total disponibilidad.
Con mi sincero afecto y estima, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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