El papa Benedicto XVI, en su encíclica “Salvados en esperanza”, cita un comentario de san Agustín a la primera carta del evangelista san Juan y define la oración como un ejercicio del deseo. La persona, creada a imagen y semejanza de Dios, solo en Él puede encontrar respuestas definitivas a sus preguntas y experimentar la verdadera felicidad. Pero, el corazón humano es muy pequeño para acoger la gran realidad que se le entrega.
Esto quiere decir que, para acoger a Dios, el corazón humano tiene que ser ensanchado para hacerlo capaz de recibir su don. San Agustín, para mostrar cómo debe realizarse este ensanchamiento y preparación del corazón de la persona, utiliza una bella imagen. Dice él: “Imagínate que Dios quiere llenarte de miel (símbolo de la ternura y bondad de Dios); si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel?”.
El corazón, para acoger la miel, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado para librarlo del vinagre y de su sabor. Esto, además de exigir esfuerzo, es doloroso, pero solo así se consigue la capacitación para dejarnos alcanzar por Aquel a quien estamos destinados. Mediante esta liberación del vinagre y de su sabor, el hombre no solo se hace libre para Dios, sino que puede abrirse también a los demás. Solo convirtiéndonos en hijos de Dios podemos estar y relacionarnos con nuestro Padre (Ss. 33).
La oración, por lo tanto, no significa un alejamiento o huida de la historia, pretendiendo buscar la felicidad aislados de nuestros semejantes. La oración exige ese proceso de purificación de nuestra mente y de nuestro corazón que nos capacita para abrirnos a Dios y que nos brinda también la posibilidad de acoger y de amar a nuestros semejantes.
En la oración, por tanto, no podemos pedir a Dios cosas superficiales ni aquellas pequeñas esperanzas que nos alejan de Él. Para librarnos de las mentiras, con las que nos engañamos frecuentemente a nosotros mismos, hemos de purificar nuestros deseos y esperanzas. Cuando en la oración se produce el verdadero encuentro con Dios, se despierta también nuestra conciencia para que no vayamos por la vida justificándonos a nosotros mismos y buscando la realización de nuestros deseos.
Ahora bien, para que la oración produzca esta purificación interior, tiene que ser una verdadera confrontación de mi yo con el Dios vivo y ha de estar siempre iluminada, acompañada y guiada por las grandes oraciones de la Iglesia y de los santos, así como por la oración litúrgica en la que el Señor siempre nos enseña a rezar correctamente. De este modo, podremos convertirnos en testigos de la gran esperanza para nuestros semejantes, puesto que la vivencia de la esperanza cristiana es siempre esperanza para los demás y mantiene el mundo siempre abierto a Dios, en quien el ser humano pude descansar y superar las inquietudes que solo Él puede colmar y saciar.
Con mi bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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