La vida del hombre sobre la tierra está sujeta a las limitaciones propias de la condición humana. Aunque algunos científicos se esfuerzan, con sus investigaciones, en prolongar la vida del hombre sobre la tierra, la realidad de cada día nos dice que esta tendrá su límite y su fin. En medio de la experiencia de muerte y finitud, el ser humano, en lo más hondo de su corazón, anhela una vida más larga en el tiempo y más feliz.
A pesar de estos deseos del ser humano de una vida sin fin, muchos cristianos no suelen preguntarse por la vida eterna, no se interrogan por el más allá de la muerte. La obsesión por la consecución del bienestar material y la búsqueda ansiosa de mayores beneficios económicos hacen muy difícil la apertura a la trascendencia e impulsan a muchos hermanos a vivir y actuar como si su existencia fuese a terminar en esta tierra.
Ahora bien, si todo se termina con la muerte física, si no hay ninguna esperanza en el más allá, ¿para qué tantos esfuerzos, desvelos y sacrificios? Si no existe nada ni nadie más allá de la muerte, ¿qué esperanza de felicidad duradera y de paz permanente nos queda después de nuestra peregrinación por este mundo, cuando la experiencia nos dice que aquí no hemos visto cumplidos nuestros deseos más profundos de felicidad y nuestros anhelos de paz?
En medio de la oscuridad y de la limitación de los razonamientos humanos, todos deberíamos responder a estos interrogantes, aunque, en algunos casos, fuese necesario recurrir para ello a la ayuda de los demás. Los cristianos, al responder a estas preguntas, no deberíamos olvidar nunca que por la fe nos abrimos al misterio de Dios, nos fiamos de sus promesas de eternidad y ponemos nuestra esperanza en el cumplimiento de las mismas.
A quienes creemos en Cristo muerto y resucitado por la salvación de los hombres y nos sabemos miembros de su cuerpo por el sacramento del bautismo, en medio de las dificultades de la vida y del dolor por la pérdida de nuestros seres queridos, la fe en el poder salvador de Dios nos ilumina, sostiene, conforta y fortalece. El Dios cristiano, que es un Dios de vivos, no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
Dios no sólo crea a los seres vivos, sino que los cuida para que no perezcan, para que vivan por siempre, para llevarlos con él y concederles la plenitud de la vida, la misma vida de Dios, que es vida eterna y que no tiene fin. Jesucristo nos invita a permanecer abiertos y atentos en todo momento a esta vida cuando nos dice: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá para siempre”.
Cristo resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza y no nos faltará nunca su ayuda para afrontar las oscuridades de la vida. Él nos ama, nos regala su vida y puede actuar siempre en nosotros y en el mundo en medio de los aparentes fracasos. Quien se ofrece y entrega a Dios por amor, con seguridad será fecundo en la vida y encontrará la vida eterna.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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