El relativismo y el subjetivismo están afectando profundamente a la convivencia social y a las relaciones con nuestros semejantes. Muchos justifican sus decisiones y comportamientos en la libertad de la persona para elegir en cada momento sin tener en cuenta si esas decisiones se ajustan a la verdad objetiva. De este modo, la verdad llega a confundirse con la mentira. Lo que hoy se defiende como verdadero, mañana puede dejar de serlo si así lo aconsejan los intereses personales o grupales.
Cuando este planteamiento se aplica a la democracia y a las decisiones democráticas, al no existir verdades absolutas o inmutables, a las que someter los propios criterios, se puede actuar o legislar según la moda del momento, los criterios culturales o la decisión de las mayorías. A partir de esta visión de las cosas, cada día se pueden cambiar las normas o los análisis de la realidad, dependiendo de los intereses políticos o partidistas. En estos casos, la verdad dependerá de lo que piense o decida la mayoría.
Si este relativismo aplicado a la vida política y democrática es absoluto, puede incluso llegar a destruir la misma democracia, pues si no existen verdades objetivas en lo referente a la dignidad de la persona o al bien moral, la defensa de los derechos humanos no tendría sentido. Es más, podrían llegar a justificarse las acciones violentas, si éstas son realizadas libremente. Los derechos de las minorías tampoco tendrían fundamento, puesto que la verdad dependería de las decisiones de la mayoría.
Ante estos interrogantes, tendríamos que afirmar que la dignidad de la persona y los derechos derivados de la misma son anteriores a las leyes y a las decisiones que puedan adoptarse en un sistema democrático. El mismo derecho a la participación democrática tiene su fundamento en la igual dignidad de todos los ciudadanos, que forman parte de la sociedad, y nunca puede sustentarse en las decisiones democráticas.
Ciertamente, el sistema democrático y participativo puede y debe concretar en normas positivas los derechos de los ciudadanos, pero ha de hacerlo siempre a partir del reconocimiento previo de la dignidad de la persona. Cuando no se reconoce este derecho, incluso es posible justificar el totalitarismo.
En este sentido, al reflexionar sobre la democracia o hacer planteamientos democráticos, deberíamos tener siempre muy presente lo que nos decía san Juan Pablo II en la encíclica “Centesimus annus”: “Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto” (n. 46).
Con mi cordial saludo y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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