“Al tercer día resucitó de entre los muertos”. La contemplación de Jesús vivo y lleno de gloria, después de su muerte en la cruz, transformó la tristeza y la decepción de los apóstoles, de las mujeres y de los primeros discípulos, en alegría y paz. Desde entonces, los cristianos de todos los tiempos confesamos que la resurrección de Jesús es el fundamento y centro de nuestra fe, pues si Cristo no hubiera resucitado, la fe, la predicación de la Iglesia y la celebración de los sacramentos carecerían de sentido.
Ahora bien, como nos recuerda el papa Francisco, la resurrección no es solo un acontecimiento histórico para recordar y celebrar en determinados momentos. Mediante la acción del Espíritu Santo, la Iglesia actualiza sacramentalmente la muerte y resurrección del Señor, anuncia su salvación a todos los hombres de todos los tiempos y proclama la llegada de un tiempo nuevo, que el Resucitado nos invita a vivir con Él.
Este encuentro con Jesucristo resucitado, que se hace especialmente presente en su palabra, en los sacramentos y en los hermanos más necesitados, abre un horizonte nuevo a la existencia humana, pues nos impulsa a salir de nosotros mismos y de nuestros egoísmos para abrir el corazón a la entrega de la propia vida a los hermanos, siguiendo las huellas del Señor. El que quiera seguir al Maestro debe estar dispuesto a perder la vida, haciéndolo todo como donación a sus semejantes desde el amor.
Para acompañarnos en la salida al encuentro de los hermanos, el Resucitado nos concede su paz. La paz que regaló a los primeros discípulos, la regala hoy a todos los hombres. En medio de las incomprensiones y dificultades para el ejercicio de la misión, en medio de tantas palabras huecas y vacías, que nos aturden cada día, hemos de percibir la voz del Señor resucitado que nos dice: “No temas”, “Mi paz os dejo, mi paz os doy”, “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos”.
Además de la paz, el encuentro con el Resucitado, tiene que colmarnos también de alegría y felicidad. Pero no podemos confundir la alegría vacía, externa y superficial, con la felicidad que es el mismo Jesús. Cuando entramos en contacto con la carne sufriente de nuestros hermanos, la alegría vacía desaparece pero permanece, sin embargo, la felicidad, que es el mismo Jesús, cuya amistad es inquebrantable.
La fe en el Resucitado y la donación de la vida a nuestros semejantes nos abren a la esperanza de nuestra participación plena en la vida eterna. Jesús, ante las palabras de Pedro, reconociendo que tanto él como los demás apóstoles lo habían dejado todo para seguirle, le dirá: “Quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más…, y en la edad futura, vida eterna” (Mc 10, 29-30).
Con mi sincero afecto y bendición, feliz tiempo pascual.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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