Hace algunos días tuve la oportunidad de leer un artículo de Massimo Introvigne, actual responsable de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa. En sus reflexiones confirmaba algo que muchos venimos observando últimamente en las declaraciones y manifestaciones públicas de algunos grupos sociales al referirse a los cristianos y, más concretamente, a la Iglesia católica.
Las mentiras o medias verdades en la presentación de las enseñanzas de la Iglesia y en el quehacer de sus miembros tienen su origen en un laicismo agresivo que ve a la Iglesia como un enemigo a derribar puesto que es un obstáculo para implantar en la sociedad sus teorías ideológicas. Para dar pasos en este acoso a la Iglesia y a los cristianos, poco a poco se va creando un clima social contrario a las enseñanzas evangélicas y a la moral cristiana mediante la utilización de algunos medios de comunicación social.
En esta ofensiva contra la Iglesia por parte de los impulsores del laicismo radical, no se duda en utilizar la mentira, acusando a los cristianos de los comportamientos violentos y de los enfrentamientos de la humanidad a lo largo de la historia. Asimismo, como la confesión de la existencia de Dios y la celebración de la misma es un impedimento para la imposición del relativismo ideológico en la convivencia social, se acusa a los cristianos de fanáticos e intolerantes con total impunidad.
Todo aquel que se atreva a defender la verdad, al margen de los postulados relativistas de quienes pretenden implantar en la sociedad un pensamiento único, debe ser eliminado. Según los defensores de esta ideología, la verdad no solo es incómoda sino que es una amenaza para el ejercicio de la libertad y para el progreso de la humanidad. Es más, la búsqueda de la verdad y el testimonio público de la misma serían el origen y la última razón de la violencia y de los conflictos actuales entre los seres humanos.
Si nos fijamos, detrás de estos planteamientos que buscan la eliminación de Dios y de la verdad en la convivencia humana y en las relaciones sociales, aparece la concepción del ser humano como centro de todo y como un semidios. Eliminado el Dios verdadero, cada ser humano puede decidir por su cuenta lo que es bueno o malo, tiene la capacidad de imponer las normas que deberán regir la convivencia y de desterrar de las relaciones humanas los valores defendidos por el cristianismo.
En una sociedad con este tipo de planteamientos, cada uno se convierte en norma de sus actos y en el último juez de los mismos. Como todo está basado en el relativismo, nadie tiene capacidad ni poder para juzgar los comportamientos errados de los demás. Si se considera necesario, es posible recurrir al insulto, a la descalificación personal o a la calumnia para imponer los propios criterios y para eliminar a los que piensen de forma distinta. Quienes se atrevan a defender públicamente la verdad, pueden incluso ser acusados ante los tribunales por sus planteamientos contra el pensamiento único.
Ante la difusión de estas ideologías, todos deberíamos estar muy atentos al influjo de las mismas en nuestra forma de pensar y de actuar. El triunfo de los postulados de las mismas acarrearía un futuro de violencia y de muerte en la convivencia social. Los cristianos, además, tendríamos que preguntarnos por la vivencia de nuestra fe y por la hondura de nuestras convicciones religiosas. ¿Nos dejamos arrastrar por las falacias culturales del momento, por el relativismo moral y por la «mundanidad», como nos recuerda el Papa Francisco?
Al responder a esta pregunta, no deberíamos olvidar nunca que el cristianismo, ante todo y sobre todo, es la respuesta a un Dios que vive, nos ama y nos recuerda la verdad sobre el sentido de la existencia y sobre el fin de la misma.
Con mi bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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