jueves , 21 noviembre 2024

Pedro, Pablito, Juan Carlitos y un cuento de Navidad en agosto

Señores: ¿No están hasta los cojones del virus?

Y ustedes, mujeres ¿Hasta el mismísimo coño?

¡Sí, lo estamos!

¡Más que del virus, hartos de tanta pantomima y restricción, de incoherencia, contraproducencia y prohibición!

Cantemos.

Eres tonto Simón y no tienes elección.

Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias

Tus palabras han quitado el sabor de la ilusión al obrero.

¡Más y más al hotelero!

Pedrito, ruega a turistas y extranjeros, vuelvan a llenar bolsillos y monederos.

Simón la caga y Pablito calla.

Porque Pablito corre,

Pablito vuela,

Pablito salta como locuelo.

Pero mamá, ¿Pablito está con el pueblo?

Ahora no hijo.

Está empecinado con Juan Carlitos.

¿Quién es Juan Carlitos?

Un Borbón.

¿Qué es un Borbón?

Un monarca.

Mamá, ¿qué es un monarca?

Un bribón.

¿Qué es un bribón?

Un rey hijo mio.

¿Qué es un rey?

Un hombre que hace a veces visible su cargo y casi siempre invisible su persona.

Ahora es Pedrito quien calla.

No se interesa por paradero real.

Pablito grita:

¡República, República!

¡No te irás de rositas!

Pedrito corrige:

No, se ha ido de moritos.

Pedro Sánchez en Guadalajara, en una imagen de archivo. Fotografía de Lloyy

¿Qué es República, papá?

Pregúntale a tu madre que sabe de todo.

¿Qué es República, mamá?

No lo sé muy bien, pero con ella no estarían los borbones.

¿Tan mala es?

Tan poco lo sé, pues jamás viví en ella, pero implantada por Pablito seguramente.

¿Hemos de tenerle miedo, papá?

A la República no sé, pero a Pedrito y Pablito, sí.

¿Y a los Borbones?

No, hijo mio, esos no muerden.

¿Y porque Pablito recela tanto de Juan Carlitos?

Siempre lo hizo, mas con boca pequeña.

Pablo Iglesias

Ahora Pablito saca pecho y espaldas por líos de dinerito y faldas.

¿Nos volverán a confinar?

A este paso es de asegurar.

Pero con el veranito no se atreven ni Pablito ni Pedrito.

¿Cuando acabe el verano?

Ojalá y no.

¿Y si llega la vacuna?

Bienvenida será y muy oportuna.

¿Volveremos al cole mamá?

Más nos vale a nosotros y, sobre todo, a vosotros.

Me voy a la calle a jugar.

¡Llevate la mascarilla hijo!

¿Me la llevo y me la pongo o solo me la llevo?

¿Por qué dices eso?

Verás mamá, porque los extranjeros no la llevan.

Y los que la llevan no se la ponen.

Y los que se la ponen lo hacen mal.

¡Tu no hagas caso de lo que veas, y obedece a Pedrito, que esos que no la llevan nos traen dinerito!

Pero mamá, Pedrito dijo lo mismo en marzo… y en agosto seguimos igual.

Sí, hijo mío.

Entonces, si estamos igual, ¿por qué nos encerraron en marzo?

¡Basta ya de preguntas y vete a jugar!

Rebrotes importados y desconcierto insulso de Pedrito.

Pablito y sus disparates con republicanos escaparates.

Juan Carlitos y comitiva en huída definitiva.

Y el pueblo hasta los huevos de tan pérfida cooperativa.

Deseando que en nuestras vidas se instale la puta normalidad.

No quiero imaginar un orden mundial al estilo de Orwell en su “1984”.

Y mucho menos que cualquiera de nosotros tuviese que interpretar a Bruce Willis en “12 monos”.

Si esto ha sido una conspiración (el virus), o una especie de ensayo, me angustia sobremanera el segundo asalto.

Con el primero ha bastado.

Lo mejor y lo peor de cada uno ha salido o está por venir.

Queremos continuar con nuestros hábitos y modales.

No vendrían mal un poco más limpios, pero no interpuestos de sucias maneras y lucrativas expectativas.

Que no nos condicionen ni Pedrito con incongruencias nihilistas, ni Pablito con sus visiones petulantes y mucho menos un pobre Borbón, que a mi personalmente me importa un cojón.

Donde esté y lo que haga, créanme, el emérito será la menor de sus preocupaciones.

Y ahora les contaré un cuento.

Historia, si aludidos se sienten como niños.

Había un hombre que en las proximidades del anochecer, cuando Febo está cerca de fundirse y desaparecer en el horizonte, que acostumbraba a dar un paseo en bicicleta.

-Hoy ha hecho un buen día-, se decía.

Bajó los peldaños de la escalera de su casa de dos en dos, y llegó al recibidor y a una de las puertas que daba al garaje.

Antes de abrir la misma, desvió la mirada hacia el comedor.

Su mujer y uno de sus hijos, sentados, miraban y toqueteaban ensimismados sus móviles.

-¡Xao!- dijo nuestro protagonista.

Esposa y vástago no contestaron.

-Vaya, tan embobados están que ni caso…

Cerró y accedió al garaje para coger su querida bici.

Nuestro hombre amaba el deporte.

Jamás había fumado y en raras y contadas ocasiones le daba a la botella.

-Buff, qué polvo tiene la bicicleta, juraría que la limpié ayer.

Subió en su velocípedo y pedaleó.

A escasos metros, uno de sus vecinos cortaba el césped.

-Buenas tardes-, le dijo el ciclista.

Caso omiso hizo su contiguo, al igual que su mujer e hijo.

-Anda… otro igual, seguro que no me ha oído.

Se presentaba esclarecida la tarde.

El sendero de nuestro personaje se vislumbraba enclarecido de vehículos y transeúntes.

Solo una ambulancia y un taxi lo adelantaron.

Unos cuantos kilómetros recorrió, encaminándose hacia su lugar favorito para meditar.

Le gustaba aislarse del ruido mundanal de la ciudad, a las orillas del mar.

Siempre en el mismo sitio.

Cargaba en un hombro el transporte de dos ruedas y caminaba entre las rocas escarpadas hasta, finalmente, llegar a una especie de sillón esculpido por la erosión del mar.

-¡Bueno, ya estoy aquí!

Se sentó.

Aún asomaba media cabeza el astro reluciente, al cual miraba con un ojo cerrado y la mano como visera en la frente.

Las pequeñas olas que iban a morir entre las rocas provocaban un sonido inconmensurable a sus oidos.

-Umm, acordes marinos…-, murmuraba con los ojos cerrados.

Girose y oyó las voces de unos  jóvenes que buscaban el mismo paraíso audiovisual.

Sintióse educado y saludó levantando el brazo.

Los jóvenes pasaron de largo sin saludar.

Observó que su atuendo estival incorporaba mascarillas en sus bocas.

-¡Mierda, se me ha olvidado la mascarilla! Bueno, como voy en bici…

Los tapaboca y nariz de los jovencitos por momentos le desencadenaron de tan dulces cadenas que proporcionan las sensaciones marinas.

-Qué hartura de pandemia-, se dijo-. A ver si acaba pronto…

El cuerpo celeste solo mostraba la cocoronilla.

Dejó de oír a los jóvenes.

Volvía a estar en su rinconcito de paz, amenizado por una orquesta llamada olas.

Al otro lado de la bahía madrugaban las primeras luces del atardecer extinto.

El paseo marítimo, hoteles y los faros de algunos coches que hormigas chispeantes parecían.

El cielo se pintó de rojo, descubriendo claros de azul y blanco anaranjado.

Bebió un par de tragos de una botella isotónica, mientras contemplaba a un cangrejo que escalaba un saliente bajo sus pies.

Volvió a beber y suspiró.

De nuevo cerró los ojos y se concentró en absorber los acordes marinos, inspirando interminables ráfagas de oxígeno perfumado de mar.

Entonces oyó una voz aterciopelada y contundente:

-¿Otra vez por aquí?

El hombre abrió los ojos y contempló absorto a la Muerte.

Apenas hubo un lamento o quejido.

Inmóvil y perplejo miraba la túnica y capucha sin rostro que levitaban empuñando una guadaña enfrente suya.

Nuestro personaje creyó estar en un sueño demasiado real y mirando a un lado y a otro quiso asegurarse estar despierto.

La voz de la Muerte resonó por segunda vez:

-Tranquilo, no he venido a llevarte conmigo.

El hombre giró el cuello para ver si alguien podía estar viendo y oyendo lo que el veía y oía.

-¿Estoy soñando?- preguntó tartamudeando.

-No, tú estas ahí y yo aquí como las rocas y el mar lo están.

-Entonces, ¿no has venido a llevarme contigo?.

-No, solo quería saludarte- contestó la muerte; y prosiguió:

Sé que te gusta venir aquí cada día.

Que eres médico y muy comprometido con tu trabajo,

sobre todo ahora con tiempos de virus.

Además también sé que tienes una esposa a la que adoras y tres hijos ejemplares por los que darías tu vida.

Dentro de dos años te jubilarás y recorrerás el mundo y parte de él con tu familia en un pequeño velero que has podido comprar.

Todo gracias al esfuerzo y sacrificio que has hecho a lo largo de tu vida ahorrando.

Y en verdad, será una recompensa digna de merecer.

Has ayudado a demasiada gente y trabajado sin descanso.

Y ahora con la pandemia que azota a la tierra, salvando cientos de vidas.

El hombre estupefacto preguntó:

-¿Cómo sabes todo eso de mí?

-Yo soy Omnisciente- respondió la muerte.

Irreal o no, la situación era compleja y disparatada, y no obstante agradable e inocua para el médico.

Pensaba en qué le iba a decir a su familia, a sus colegas del hospital.

Lo rápido que iría hasta su casa para resolver fantasía o realidad.

La Muerte volvió a tomar la palabra:

-Adiós buen hombre, me ha gustado hablar contigo otra vez.

Los ojos del doctor abiertos como platos fijaron su atención en la que viste de negro.

Atolondrado y extenuado por la curiosidad y relevancia de las palabras de tan singular amigo, preguntó gritando:

-¿Otra vez? ¿Cómo que otra vez? ¡Espera! ¿Qué has querido decir con que te ha gustado hablar conmigo otra vez?

La Parca, que ya se iba, dio la vuelta suavemente, levantando una ligera brisa en el aire y contestó:

-Porque ya hablé contigo.

-¿¡Dónde, cuándo!?

La levitación de la escalofriante túnica recorrió la distancia que separaba a ambos en un suspiro, y posando la guadaña en el pecho del médico le dijo:

-En el hospital donde tú mismo trabajabas, postrado en una cama enfermo por contagio del virus.

La respiración agitada convirtió a nuestro personaje en un barril de cemento a punto de explotar, y con lágrimas en los ojos espetó:

-Entonces, ¿por qué cuando te pregunté hace unos minutos que si habías venido a por mí me respondiste que no?

La Muerte agachó su capucha y le susurró al oído:

-Porque no puedo llevarme otra vez a quien ya me acompañó.

Inmediatamente esta se dió la vuelta y desapareció, difuminándose entre el paisaje y los últimos cabellos del sol esparcidos por mar y cielo.

El hombre llorando hincó las rodillas en la piedra y recordó y comprendió todo.

El polvo en la bicicleta, a quien limpia y reluciente siempre tenía, había hecho mella en el transcurso de tres meses.

Tres meses hacía que había muerto en una UCI de su mismo lugar de trabajo, contagiado hasta la médula por salvar a otros.

Comprendió por qué su mujer e hijo no respondieron a su Xao.

No podían verle.

No se puede ver a los muertos.

Tampoco su vecino y los jovencitos de las rocas pudieron hacerlo.

Tan solo pudo mirarse a si mismo y descubrir a una especie de espíritu- espectro que merodeaba por su hogar y su lugar favorito.

Desafiando la añoranza y al repentino abandono de su vida en la tierra.

Se levantó y sin resignación aparente, caminó hacia las olas y entre ellas desapareció.

No echó la vista atrás.

Tampoco volvió a ir a su casa.

Oscar Lorca Marquez, Guadalajara

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