“¡… Y los bellos ojos de Ana…, sus ojos…, esos expresivos, brillantes y negros ojos que parecen quererlo escrutar todo a través de la mirada…!
Bella entre las bellas, película de películas…: El espíritu de la colmena (Víctor Erice, España, 1973) es, sencillamente, un filme para llevar y guardar para siempre en lo más secreto y hondo de nuestro corazón y, más aún si cabe, para sentirlo y amarlo profundamente desde lo más recóndito de nuestro espíritu y de nuestra memoria colectiva.
Todo esto y mucho más es esta película: un conjunto de sensaciones, sentimientos e impresiones; ilusión y ficción cinematográfica simulada mediante la creación fílmica – El Doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, EE.UU., 1931) y, en concreto, las escenas entre el “monstruo” y la niña -; inocencia e ingenuidad primigenia, soledad y aislamiento casi autárquicos, incomunicación verbal interpersonal, vigilia forzada del sueño, invocación y búsqueda de nuestros propios fantasmas y de nuestros propios espíritus, nostalgia de un tiempo pasado e ido que no volverá pero que irremediablemente fue, idealización de la infancia no contaminada (aún) por sucesos regidos por la razón adulta; pequeño gran universo infantil narrado a través de la mirada de dos niñas hermanas, Ana (interpretada por Ana Torrent) e Isabel (Isabel Tellería)… cual si todo ello fuera, a su vez, ajeno al frenético discurrir del laboreo de las abejas en una colmena (Fernando – Fernando Fernán Gómez -, el padre de las niñas, es apicultor y escritor).
Momentos cinematográficos técnicamente puros y bellos como el maravilloso plano-secuencia (filmado a través de un “travelling”) en el cual Teresa (Teresa Gimpera), la madre de las dos niñas, se acerca en bicicleta a la estación de ferrocarril para depositar una carta en el tren. Ella deja la bicicleta aparcada y llega andando al andén justamente cuando el convoy está entrando en la estación en medio de una gran nube de vapor.
Aún parece que fue ayer pero todavía resuena en mis oídos el continuo traquetear y los agudos silbidos de un tren acercándose por la vía férrea, allá a lo lejos, mientras la niña Isabel, agachada y con la oreja pegada junto a uno de los raíles, lo va escuchando llegar gracias a la propagación de las ondas sonoras a través del metal. La otra niña, Ana, permanece de espaldas a nosotros intentando atisbar la estela humeante del tren que se acerca… o quién sabe qué. Poco después, las dos hermanas están ya fuera de la vía férrea y, entonces, ven pasar el ferrocarril traqueteando a toda velocidad… En este momento, la magia sonora ya es parte inseparable de nuestro ser. Y el silbido del tren ya no podrá ser otro en nuestros futuros recuerdos evocados.
Ana dando vueltas alrededor de un pozo cerca de una casa o cobertizo abandonado en los fríos páramos de la meseta castellana en plena posguerra española de 1940. Parece querer invocar y/o encontrar a su “espíritu”. El frio viento silba y recorre esos páramos helados y solitarios levantando, a su vez, alguna nube de polvo que cubre con su manto los surcos labrados sobre la tierra… El suave silbido de ese viento todavía sigue resonando cautivadoramente en mis oídos.
Soledad y silencio en el viejo caserón donde las dos niñas viven con sus padres. El silencio de la tarde y el suave e invisible aroma de hastío y ausencia que lo acompaña parece impregnarlo todo con su esencia y despierta el deseo y la curiosidad infantil por descubrir y emular las pasiones ocultas de los adultos… Florecimiento del deseo prohibido, tentación irreprimible, erotismo casualmente sugerido, consumación del pecado… Eso debe experimentar Isabel en su habitación cuando, jugueteando con el gato, nota que éste le araña un dedo y, seguidamente, frente a un espejito, decide pintarse los labios de rojo con su propia sangre… Soledad, silencio y el murmullo inaudible y arrullador de la tarde en un viejo caserón solitario a las afueras de un pueblo fuera del tiempo y del espacio.
¡… Y los bellos ojos de Ana…, sus ojos…, esos expresivos, brillantes y negros ojos que parecen quererlo escrutar todo a través de la mirada…!
Los consejos del médico D. Miguel (Miguel Picazo) a Teresa tras la gran conmoción sufrida por su hija Ana después de haber visto una noche a su “espíritu” (el “monstruo” de Frankenstein) reflejado en el agua donde antes sólo se veía reflejada la luna: “Teresa…, lo importante es que tu hija vive…, ¡que vive!”.
Víctor Erice filmó, con Elías Querejeta en la producción, un pedazo de vida y de memoria que trasciende el paso del tiempo y lo efímero de nuestra existencia. No se la pierdan si aún no la han visto. Si ya lo hubieran hecho aún pueden seguir recordándola… en la memoria.
David Recio Gil
www.davidreciogil.es