Hay ocho mesas nuevas en la oficina y cinco cajoneras. Y la gente está que trina, estupefacta, preguntándose dónde dejan todo lo que tenían antes de que trajeran este psicodélico mobiliario.
Porque las mesas son romboidales, y como si fueran piezas de un puzle, se insertan unas con otras, imitando una cadena de ADN. Y son tan deslumbrantemente blancas que parece que estamos en un laboratorio de la NASA.
Y en pos de la creatividad y del trabajo en equipo, zigzaguean por la sala para que todos puedan verse y compartir no solo ideas sino también espacio, aunque eso de que las cajoneras haya poco menos que sortearlas no ha gustado a más de uno. Sobre todo si les han pedido que la mitad de lo que acumulan lo tiren y que la otra mitad desaparezca, y haya que hacer cábalas para saber qué cajón es para quién.
Lo que sí sabemos es que se han propuesto que nos modernicemos a pasos agigantados, y nada como borrar todo vestigio que huela a prehistoria. Y ahí nos ves a todos escaneando contratos, planos, mapas, folletos y cualquier otro documento, reliquias de un pasado que tiene que quedar digitalizado en tiempo récord y colgado en la nube con la consigna de que no quede resto de celulosa en ningún rincón, a ver si los ácaros van a hacer de las suyas y se adueñan de este escenario futurista, apareciendo como monstruos gigantescos y devorándonos. Aunque no vendrían nada mal para que nos ayudaran a deshacernos de todo lo que huela a rancio, alguno que otro directivo incluido.
Más ahora que nos han traído las cabinas famosamente conocidas como phone booth, tan transparentes e insonoras como indiscretas, que con eso de la novedad uno se queda mirando al que está dentro hablando por teléfono, viéndole gesticular cual buen latino, tocarse el pelo, arreglarse la corbata, o moverse de un lado para otro nervioso, ajeno a las miradas impertinentes de los que estamos fuera, atentos a cada uno de sus gestos y de sus movimientos como si estuviéramos en la mejor sesión de cine mudo en cinemascope, o rememorando, cómo no, a José Luis López Vázquez en La cabina, temiendo que de cualquier momento a otro se quede dentro fosilizado de por vida, o le dé una chifladura y nos salga con un estriptis.