Generalmente desconfío de las adaptaciones para la escena de textos no teatrales en origen. Lo normal es que adulteren el contenido y el marco formal originarios sin aportar nada nuevo que mejore o supere el original. En manos de directores sin escrúpulos son sólo el pretexto para servirse de un contenido previo y convertirlo en vehículo de expresión de sus propias ideas, fantasías y obsesiones, cuando no someterlo a una interesada manipulación ideológica, con resultados igualmente deplorables.
No es ese el caso, afortunadamente, del montaje que nos ocupa, la adaptación de El Idiota, de Fiódor Dostoievski, que puede verse estos días en el madrileño teatro María Guerrero. Obviamente el montaje no sustituye a la experiencia lectora de la monumental novela del escritor ruso, una obra de gran complejidad argumental, con vívidas y pormenorizadas descripciones, decenas de personajes a los que el escritor confiere una portentosa capacidad de introspección, y plagada de enjundiosas reflexiones de carácter moral, religioso, y hasta filosófico que tan bien caracterizan a la sociedad rusa de su tiempo; dicho montaje, no obstante, alumbra los conflictos esenciales en que se ven inmersos un puñado de personajes -los principales- de la obra y los recodifica en una irreprochable forma dramática, manteniendo, a mi entender, su idiosincrasia y un respeto escrupuloso por el marco social e ideológico en el que se desenvuelven.
El resultado es un espectáculo teatral “tout court” redondo en todos sus extremos, desde la aquilatada adaptación hasta el trabajo de los actores pasando por la puesta en escena y ambientación -magistral dentro de su relativa sencillez- capaz de evocar los distintos escenarios y la atmósfera opresiva de la acción y de reconstruir, incluso, mediante imágenes proyectadas, detalles relevantes del carácter de los personajes que revela su fisonomía, su caligrafía (¡) o los objetos de su fijación fetichista, como por ejemplo el sobrecogedor desnudo del cuerpo yacente de Cristo (una tabla de Hans Holbein “el joven”) que cuelga en salón de la lóbrega mansión de Rogozhin.
Respecto a la adaptación a la que aludíamos arriba, José Luis Collado lleva a cabo una tarea ciclópea; sin renunciar del todo a lo episódico -¿cómo podría?- y tras una drástica labor de poda de personajes, elementos descriptivos y tramas secundarias implementa una sólida y coherente estructura dramática en torno al protagonista, el príncipe Mischkin, y a cuatro o seis personajes más que giran en su órbita: las dos mujeres de su vida Aglaya y Nastasia, Rogozhin y Gavrila, sus antagonistas y “rivales” en lances de amor y los padres de Aglaya, albaceas y anfitriones del príncipe en San Petersburgo cuando regresa de la clínica de Suiza, el general Ivan F. Yepachín y su esposa Lizaveta Prokófievna.
Y no puede dejar de mencionarse, en fin, la gran labor de los actores cuyos movimientos, poses y ademanes desbordan la mera gestualidad naturalista. Sin excluir una justa dosis de psicologismo en la construcción de sus respectivos personajes predomina en su trabajo una racionalización de movimiento y de la expresividad corporal que nos retrotrae a Meyerhold y su escuela y que resulta acorde con la estética de conjunto del espectáculo.
Quien lleva obviamente más lejos esta teatralización del gesto y del movimiento es Fernando Gil, que moviliza un inagotable arsenal de recursos de la expresión para transmitir la enorme complejidad psicológica y los fuertes contrastes del estado de ánimo de su personaje, el príncipe Mischkin, incluidos sus ocasionales ataques de epilepsia, con los instantes de lucidez plena previos a dichos ataques y los estados de desconcierto y abatimiento posteriores. No hay espacio aquí para pormenorizar cómo modula su escucha, su hipersensibilidad, el halo de pureza e inocencia que irradia, la piedad que dispensa, su aureola mística o cómo exterioriza esa claridad interior que ilumina su alma en los instantes de crisis. El trabajo de Jorge Kent como Rogozhin vibra en esa misma frecuencia, aunque el personaje sea el contrapunto moral del príncipe. Ser ambivalente, bonachón, campechano, a veces, otras le domina su instinto de posesión y una pulsión destructiva. Odia, ama, llora o prorrumpe en sonoras y estridentes carcajadas; está lleno de resentimiento y su alma está envenenada por los celos.
En la misma onda están Marta Poveda (Nastasia) y Vicky Luengo ( Aglaya). La primera es como Rogozhin un personaje excesivo; muestra un carácter impetuoso a quien le cuesta controlar sus emociones, es un ser insatisfecho, torturado por la culpa que se desprecia a sí misma por su pasado de pecadora. Pasa del apasionamiento a la indiferencia hacia Mischkin, porque también súfre la acometida de los celos. Resuelta, impulsiva, de risa franca y cristalina, al principio Aglaya coquetea con Mischkin y se toma a broma su timidez y sus “rarezas”; parece una joven caprichosa e inmadura por sus súbitos cambios de humor y actitud pero no es tal. Pronto vemos su determinación y como prende en ella la llama del amor por esa criatura inocente. Juega a ocultar sus sentimientos a su madre y se pone furiosa cuando observa las miradas de arrobo del príncipe hacia Nastasia. Yolanda Ulloa, por último, hace un trabajo espléndido en el papel de la generala Lizaveta Prokófievna en una clave, como venimos diciendo, de racionalización del movimiento a la que no nos tenía acostumbrados. Pone un contrapunto de generosidad, gentileza y cordura en este mundo desquiciado y cada una de sus apariciones en escena es una ocasión para disfrutar de un oficio y un talento excepcionales.
Gordon Craig, 14-III-2019
Ficha técnico artística:
Autor : Fiódor Dostoievski. Versión de José Luis Collado.
Con: Alejandro Chaparro, Fernando Gil, Ricardo Joven, Jorge Kent, Vicky Luengo, Marta Poveda, Fernando Sainz de la Maza, Yolanda Ulloa y Abel Vitón.
Escenografía: Gerardo Vera.
Iluminación: Juan Gómez Cornejo.
Vestuario: Alejandro Andújar.
Espacio sonoro: Alberto Granados
Dirección: Gerardo Vera.
Madrid. Teatro María Guerrero.
Hasta el 7 de abril de 2019.