El proceso es -junto a La metamorfosis, El castillo, o América-, una de las novelas fundamentales de Franz Kafka. De carácter eminentemente metafórico este enigmático y laberíntico relato plantea la soledad y la impotencia del hombre ante la ley, que Kafka identifica con el poder. El apoderado de banco Josef K, protagonista de la obra, recibe inopinadamente en la modesta pensión en la que vive a dos funcionarios que le acusan de haber violado la ley. Ni ellos ni el inspector que acto seguido realiza formalmente la acusación le dan explicaciones concretas sobre la razón de su arresto. A partir de ahí toda la obra no será sino un intento, infructuoso, de probar su inocencia sin llegar a saber nunca a ciencia cierta de qué se le acusa.
Ernesto Caballero ha hecho una dramaturgia muy pegada al terreno, si se me permite la expresión, recalando lo imprescindible -para no alargar en exceso la función- en todos y en cada uno de los diez episodios/capítulos en que está estructurada la novela. Pero el prurito de fidelidad al texto original tiene un precio y es que el grado de tensión dramática generada por el conflicto único, omnipresente a lo largo de toda la pieza entre el protagonista y el aplastante entramado burocrático-administrativo al que debe de enfrentarse se dispersa en multitud de pequeñas escaramuzas, que si bien aportan informaciones valiosas para comprender la evolución del personaje y de su “proceso” hacia el desenlace fatal, para retratar la atmósfera de amenaza, culpabilidad e indefensión en que se desenvuelve y para describir la magnitud de la corrupción y la arbitrariedad del sistema, se perciben como inconexas, distantes, de modo que el público no parece concernido, interpelado por lo que ocurre en escena y como espectadores tenemos la extraña sensación de asistir a un mero relato frío y despersonalizado de algo que careciera de interés para nosotros y de lo que, en todo caso, sacaríamos más partido si emprendiéramos la lectura por nuestra cuenta.
Poco a poco la cosa, afortunadamente, mejora, aunque no sé si demasiado tarde. Hacia el final del cuadro tercero, hay un primer atisbo en esa impactante imagen de los acusados que esperan su turno durante la visita guiada de K a las dependencias del tribunal acompañado por el ordenanza, un tremendo friso de la humillación que hubiera firmado el mismísimo Tadeusz Kantor. Pero hay que esperar casi hasta el episodio con el pintor Titorelli y sobre todo al penúltimo capítulo, el encuentro de K. con el capellán de la prisión en la catedral, para llegar a un verdadero clímax, y creo que es porque a estas alturas Ernesto Caballero parece haberle perdido miedo al riesgo y con el concurso inestimable de imágenes de enorme potencial evocador y de gran belleza plástica y del tono pausado, solemne, insinuante e intimidatorio del capellán (ahora sí ha dado con la clave del personaje Alberto Jiménez) refiriendo la tremenda historia del hombre y el guardián de la ley, consigue Ernesto Caballero sacarnos definitivamente del marasmo y sumergirnos en la atmósfera opresiva, de pesadilla que impregna todo el relato, y de ahí llevarnos a la inhóspita y apartada cantera, lugar del sacrificio y donde, en palabras de K. “la luz de la luna lo inundaba todo con su naturalidad y su silencio, no concedidos a ninguna otra clase de luz”.
De lo dicho se desprende que no son en absoluto ajenos a la belleza e intensidad dramática de estos cuadros finales los responsable del espacio escénico, vestuario y caracterización de corte netamente expresionista (Mónica Boromello, Paco Ariza, Ana Tusell y Clara Álvarez), ni los del no menos sugerente y atinado espacio sonoro para la creación de una densa y opresiva atmósfera de misterio y amenaza a cargo de José María Sánchez-Verdú y Miguel Agramonte. Acorde con esa misma poética entre el expresionismo y el absurdo, el elenco cumple su cometido desdoblándose en múltiples personajes cuya construcción se pliega a ese tono neutro, distante, funcionarial que imprime el director al desarrollo de la acción. Aparte del citado Alberto Jiménez, habría que destacar quizá los ocasionales destellos de la lasciva y luciferina Leni (Olivia Baglivi) y ese tránsito final de Josef K. (Carlos Hipólito) abatido, triturado literalmente por los engranajes del sistema, presa de la angustia, la resignación y la vergüenza atraído junto al guardián de la cripta por “la luz cegadora que emana de la puerta de la ley”.
Gordon Craig, 7-III-2023.
Ficha técnico artística:
Basada en la novela de Franz Kafka. Dramaturgia y dirección: Ernesto Caballero.
Con: Felipe Ansola, Olivia Baglivi, Jorge Basanta, Carlos Hipólito, Alberto Jiménez, Paco Ochoa, Ainhoa Santamaría y Juan Carlos Talavera.
Escenografía: Mónica Boromello.
Iluminación: Paco Ariza.
Música original: José María Sánchez-Verdú.
Espacio sonoro: Miguel Agramonte.
Madrid, Teatro María Guerrero. Hasta el 2 de abril de 2023.