La farsa infantil de la cabeza del dragón, que tal es el título completo de la obra que nos ocupa, es un deslumbrante viaje al mundo de fantasía en el que los rescoldos de la poética de la primera época del escritor, aquejado de lo que Pedro Salinas bautizó como el “complejo de las princesas” y marcada por el signo de lo aristocrático dieciochesco (con presencia en sus obras de príncipes, reyes, bufones, reinas o infantinas) se funden con elementos de la farsa grotesca preludio del esperpento.
La pieza está concebida como un cuento de hadas en el que el príncipe Verdemar, huyendo de su castillo para evitar el castigo del rey por haber liberado de su cautiverio al duende preso en la torre comienza una aventura iniciática que le llevará a enfrentarse a las dificultades y a los peligros de la vida real fuera de los muros protectores de su palacio y finalmente a liberar a la infantina Blanca Flor de las garras de un peligroso dragón que amenaza destruir la ciudad si no se le entrega como tributo a la doncella para ser devorada. La condescendencia de la infantina y su aceptación resignada del rol de víctima propiciatoria contrasta con la rebeldía del joven príncipe dispuesto incluso a contravenir las normas y tabúes establecidas por la tradición para seguir el camino que se ha marcado. Y es quizá en ese prurito de rebeldía insobornable, parejo al que mantuvo a lo largo de su vida el propio escritor -beligerante siempre contra toda forma de poder y de convencionalismo social y estético-, en ese propósito satírico, vagamente moralizante, aparte, claro está, de en la no menos insobornable vocación por la excelencia estética lo que confiere valor a la obra.
La puesta en escena de Lucía Miranda hace justicia a ese carácter de farsa entre carnavalesca y galante que tiene la pieza, resaltando los aspectos más grotescos de la personalidad y del comportamiento de los personajes mediante un uso del vestuario, de la caracterización y de una expresión verbal y gestual rayanas con la estética del clown, a la vez que sumerge toda la acción dramática en una atmósfera de ensueño y fantasía. De hecho, a mi juicio, la mayor virtud del espectáculo es precisamente su extraordinaria belleza plástica y el derroche de imaginación para recrear incluso muchas de las imágenes sugeridas por el autor en las acotaciones escénicas. Sin olvidar un encomiable trabajo de los actores e intérpretes.
Como homenaje al escritor la representación se abre y se cierra con todo el elenco portando máscaras que representan a Valle-Inclán, remedo de su imagen más conocida de rostro afilado con luengas barbas y antiparras para finalizar con su apoteósica entronización en efigie, en una escena en la que los actores llevan en procesión un busto del escritor hasta el proscenio, para compartir y comentar con él y entre ellos, ya desprovistos de sus “mascaras” los pormenores del desenlace de la obra, Empero, uno sale del espectáculo con una sensación agridulce, como si parte de la más genuina esencia valleinclanesca, la del Valle más intempestivo, la del Valle más sarcástico heredero del Arcipreste de Hita, flagelo inmisericorde de esa caterva de pícaros, truhanes y parásitos del presupuesto que pueblan el ruedo ibérico, hubieran sido traicionada, menoscabada, al menos, ante la apabullante presencia de lo espectacular, de lo bufonesco, cuando no por la traslación sutil a la escena de elementos de nuestro imaginario colectivo que no estaban –no podían estar en el de la sociedad de hace un siglo- con el ánimo quizá de conquistar la aceptación y el aplauso del público.
Haré sólo dos apostillas. La primera con respecto la romanza con la que el bufón Bertoldo, en el inicio de la escena segunda, en la venta, parece querer “instruir” al príncipe Verdemar sobre los usos y costumbres del reino de Micomicón, trufada de pullas y chanzas muy del gusto de la grey progre; la segunda con respecto al espacio sonoro y la ambientación musical. Lo que ocasionalmente es mero -y pertinente- rumor sonoro de trompas y fanfarrias que coadyuva a recrear el ambiente palaciego o campestre, la solemnidad del ceremonial regio, o la amenazadora presencia del dragón volando entre la enramada, va cobrando más y más protagonismo hasta convertirse en una auténtica banda sonora autónoma que incorpora números vocales y bailables que van desde el alegre y desenfadado ritmo el charlestón al corrido mejicano pasando por la copla, por diversos palos del flamenco, Raphael y hasta ocasionales y sonoros acordes del Rey León para terminar con un rumba que el público puesto en pie jalea entusiasmado.
Gordon Craig, 9-X -2022
Ficha técnico artística:
Autor: Ramón María del Valle-Inclán.
Con: Francesc Aparicio, Ares B. Fernández, Carmen Escudero, María Gálvez, Carlos González, Marina Moltó, Juan Paños, Chelis Quinzá, Marta Ruiz, Víctor Sáinz Ramírez, y Clara Sans.
Voz en OFF: José Sacristán.
Escenografía: Alessio Meloni.
Iluminación: Pedro Yagüe.
Dirección musical y composición: Nacho Bilbao.
Dirección: Lucía Miranda.
Madrid, Teatro María Guerrero hasta el 13 de noviembre.