“Las palabras son mi vida”, exclama una exultante Emily Dickinson –a quien da vida María Pastor- al inicio de la obra; y un poco más adelante, con un cierto tono de melancolía no exento de autocomplacencia: “El alma elige su compañía, luego cierra la puerta.” Dos expresiones que encierran de alguna manera la esencia de la obra que comentamos, porque explicitan, con la contundencia y con la sencillez de las que sólo son capaces los genios, la radical opción existencial de la protagonista, la excepcional poetisa norteamericana Emily Dickinson (1830-1886), cuya decepción con los integrantes de su pequeña comunidad en Amherst (Massachusetts), miembros de la biempensante sociedad puritana de su tiempo, la llevó a recluirse de por vida entre las cuatro paredes de la casa familiar y dedicarse al cultivo de la poesía. Una vida de retiro casi monacal (algún crítico llegó a referirse a ella como “The white nun of Amherst”) entregada a las pequeñas tareas cotidianas y a la escritura, a las palabras, otorgándonos como valioso legado más de mil setecientos poemas, de los que apenas seis u ocho fueron publicados en vida.
Se trata de un largo monólogo adaptado por Juan Pastor a partir de la obra escrita en 1976 por el dramaturgo William Luce como homenaje a la que algunos consideran la mejor poetisa norteamericana de todos los tiempos. En su construcción se entrelazan textos poéticos con fragmentos de su correspondencia, diarios, y otros elementos de pura invención; un “biopic”, como se dice ahora, que trata de mostrarnos la compleja personalidad literaria y humana de este enigmático icono literario que fue -y es- la poetisa Emily Dickinson. La protagonista es la propia escritora que de forma un tanto errática y caprichosa va hilvanando sus recuerdos de experiencias pasadas, en las que cobran especial relevancia la figura de su padre, Edward, la de sus hermanos Austin y Lavinia, la de sus sobrinos o la de su íntima amiga Susan Gilbert.
El excesivo acopio de detalles, a ratos intrascendentes, y la falta de elementos dramáticos en la vida del personaje se traduce en cierta lentitud en el desarrollo de la obra, alcanzando el texto -y el espectáculo- su mayor brillantez cuando el autor consigue mostrarnos cómo las vivencias personales de la autora se convierten en materia poética. Particularmente emotivos resultan los momentos de éxtasis que traducen su estrecha comunión con la naturaleza: con los pájaros, con los pequeños insectos o con el soplo de la brisa … Y no me resisto a citar como ejemplo su emocionado canto a un rosa cortada, plagada de hermosas personificaciones y cuyo raudo marchitarse concita un agudo sentido de la muerte:
Nadie conoce esta pequeña rosa/podría ser un peregrino/de no haberla cogido del sendero/ y habérsela ofrecido./Sólo una abeja la echará de menos/sólo una mariposa/precipitándose tras un lejano viaje/a yacer en su pecho./Sólo un pájaro se preguntará/sólo suspirará una brisa/¡ah, pequeña rosa!/qué fácil para alguien como tú morir.
Para la aguda sensibilidad de la poetisa, el cri cri de un grillo, el canto de un petirrojo o la luz cambiante de un atardecer pueden provocar mutaciones en su estado de ánimo; acentuar su tristeza (Theres’s a certain slant of light,/on winter’s afternoons,/that oppresses like a weight/of catedral tunes); o bien desvanecer sus dudas y temores (In a serener bright/in the more golden light/I see/each little doubt and fear,/each Little discord here/removed); el fragor de una tormenta o el lúgubre sonido de unas campanas de iglesiapueden traer a su espíritu la visión de la muerte, que para ella es algo inevitable, existencial y casi consuetudinario: “Un algo tras la puerta”, porque “no es el morir lo que nos duele tanto/es el vivir lo que nos duele más”. O como dice en los últimos momentos la poetisa, cuandopresiente su próximo final: “Morir lleva poquito tiempo/y dicen que no duele/tan solo es desmayarse por etapas/ (…)
Un derroche, en fin, de delicadeza y de finura, un festín para quién como Juan Pastor ha sabido como pocos bucear por el denso universo de sutilezas de autores como Brian Friel, Juan Mayorga, Thorton Wilder o el mismísimo Chejov. Bajo su dirección, María Pastor consigue hacernos experimentar una rara sensación de familiaridad con la poetisa, llevarnos a su recoleto salón de estar, el de sus ilusiones juveniles y el de sus desengaños de madurez; aburrirnos con su pormenorizada descripción de su receta de tarta negra -¡nada menos que de 19 huevos!-; enternecernos, ocasionalmente, con el temor reverencial que profesa a su padre, con la generosidad que dispensa a sus seres queridos, con su intensa evocación de un amor no correspondido o con la serenidad con que acepta la llegada de la muerte, en un final, sin ambages, redondo.
La puesta en escena es sencilla y la ambientación sugerente, marca de la casa, con puntuales subrayados musicales y de cambios de luz que acentúan el lirismo de algunos pasajes, dejando todo el protagonismo a la palabra y a la labor actoral, que se nos antoja, levemente envarada, sujeta a un formato marcado al detalle para cada escena por la dirección durante la etapa de ensayos; un trabajo esforzado y riguroso que necesita seguramente asentarse unos días, atender a la respiración del auditorio y a los impulsos de la creatividad del instante, abrirse a la desinhibida, bien humorada -hasta traviesa- y genuina celebración de la vida que destilan los versos de la escritora.
Gordon Craig, 22-IV -2022.
Ficha técnico artística:
Adaptacion de Juan Pastor de The Belle of Amherst, de William Luce.
Con: María Pastor
Compañía Teatro Guindalera.
Dirección: Juan Pastor.
Madrid, Teatro Quique San Francisco.
De 20 de abril a 8 de mayo de 2022.