De fuentes mitad históricas mitad legendarias La destrucción de Numancia se inspira en la resistencia heroica de los defensores de la ciudad soriana de Numancia asediada por las legiones romanas bajo el mando de Publio Cornelio Escipión Emiliano. Tras casi trece meses de sitio, debilitados por el hambre y las enfermedades y tras dos intentos infructuosos de negociar un acuerdo de paz honroso los numantinos decidieron poner fin a la situación en el verano del 133 antes de Cristo matando a sus hijos y a sus mujeres y suicidándose para no caer en manos de los sitiadores.
Escrita en la treintena (hacia 1580), cuando Miguel de Cervantes acababa de regresar del cautiverio de Argel, el escritor distaba mucho del Cervantes decepcionado y escéptico de los Entremeses o del Cervantes desencantado del Quijote; todavía alienta en él, quizá, un sentimiento patriótico de orgullo por el Imperio y sus valores, que él mismo había contribuido a defender como soldado, y ello le hace buscar en las gestas del pasado los cimientos de la grandeza presente. Objetivo, sin duda, loable, entonces como ahora, en este momento triste de derrotismo, de descreimiento y de complacencia con las tendencias disgregadoras de la nación; de olvido y denigración de nuestra propia historia, hecho que de manera tan evidente están poniendo de manifiesto los currículos de la nueva Ley de Educación. De ahí (aparte de sus valores artísticos intrínsecos, que los tiene, -y muchos-), la pertinencia y oportunidad de este montaje.
La versión, escueta, atenta a los pasajes esenciales, imprescindibles, para la cabal comprensión de la historia y enriquecida con fragmentos del romancero, se adapta a la poética escénica ya habitual en los montajes de Ana Zamora que incorpora numerosos interludios y pasajes cantados que se acompañan con la música interpretada en directo. Verdadero alarde síntesis que orilla las interminables tiradas de tercetos encadenados y octavas reales con que se explayan los personajes y que condenarían el desarrollo de la acción dramática a una lentitud insufrible. La variedad de tonalidades y ritmos del canto y de la música de inspiración renacentista que acompaña a numerosas escenas suple con demasía la información del texto suprimido, convirtiéndose en una herramienta privilegiada para la creación de atmósferas, una vía de acceso a ese “lugar de lo sagrado” artaudiano al que propenden, de manera cada vez más evidente, los montajes de Ana Zamora.
La adaptación mitiga, si puede decirse así, parte de ese halo de fervor patriótico que destila el texto original, por ejemplo, en la Jornada Primera, y modula el tono excesivamente plañidero de la figura alegórica de “España” lamentándose de las vejaciones de todos los pueblos invasores de la península hasta la fecha; reduce a su mínima expresión la Jornada Segunda, la más controvertida. Clarifica y pondera, asimismo, dos de los tres planos fundamentales del desarrollo de la acción: el personal, centrado sobre todo en el amor y en la amistad (en las figuras de Lira, Marandro y su amigo Leonicio) y el colectivo, centrado en la solidaridad y el heroísmo del conjunto en defensa de la libertad frente a la opresión, manteniendo intacto el plano mítico/histórico y el profundo espíritu épico que impregna la obra, y que la emparenta según algunos críticos autorizados con la tragedia griega.
Cabe destacar, asimismo, el empeño de la directora por ganar para nuestro repertorio clásico la tragedia renacentista, fecunda línea de creación del teatro nacional opacada tempranamente, antes siquiera de iniciar su desarrollo, por el empuje arrollador de la comedia lopesca. Y, last but not least, habría que ponderar su insistencia por recuperar para el teatro su carácter ritual, la búsqueda del significado mágico, religioso, casi místico del teatro que quería Artaud, en contraposición al psicologismo y al intelectualismo rampantes que enseñorean la escena actual. Y Ana Zamora, que sobresale tanto en la dirección de actores como en el manejo de los símbolos ha encontrado en este texto plagado de alegorizaciones y de ritos arcaicos propios de una comunidad todavía en trance de de librarse del oscurantismo y la superstición, una magnífica oportunidad para desplegar su talento logrando crear imágenes de un extraordinario impacto visual y estético, con la colaboración inestimable -hay que apresurarse a decirlo-, de Miguel Ángel Camacho en cuyas manos la luz y la sombra parecen cobrar vida propia, y de Cecilia Molano creadora de la escenografía, una rampa escalonada, tributaria de las famosas escalinatas de Gordon Craig y símbolo de ascensión, de lucha, pero también de lugar de encuentro, de asamblea, donde se discute mediante la palabra y se reglamenta la vida de la comunidad. Todo ello, junto al vestuario y la música antigua de Alicia Lázaro (órgano, añafil, percusión,…) contribuyendo a crear esa atmósfera de primitivismo y de misterio que destila la obra, el tono de intenso dramatismo que impregna muchas escenas y el espíritu épico que alienta a los personajes.
Y es difícil destacar aspectos concretos del montaje y del trabajo de los actores, que como digo, en general se mantienen dentro de un elevado nivel de exigencia artística. No me resisto a mencionar, empero, la plena madurez artística de José Luis Alcobendas, encarnación de las mejores virtudes castrenses como el general Escipión Emiliano, que galvaniza a las tropas con su verbo encendido y a la vez, como Leonicio, sabe transmitir el valor, la hombría de bien y la dignidad de un numantino del común y el cariño, la abnegación y la entrega de un amigo. Conmovedoras son las escenas que protagonizan Lira (Cristina Marín) y Marandro (Eduardo Mayo) en su encuentro del final de la Jornada Tercera o la del planto de Lira -en vibrantes redondillas- también ante el cuerpo exánime de Marandro al pie de la muralla de la Jornada Cuarta. La fuerza trágica de ambas escenas es de una belleza arrebatadora. Y otro tanto cabe decir de la desesperación de Teógenes (un imponente Javier Lara) ante la perspectiva de tener que dar muerte a sus propios hijos. Sobrecoge asimismo la tétrica figura de “La Guerra” y sus secuelas “La Enfermedad” y “El Hambre” (Cristina Marín), cuya palinodia en endecasílabos pone los pelos de punta: “Volved los ojos, y veréis ardiendo/de la ciudad los encumbrados techos./ Escuchad los suspiros que saliendo/ van de mil tristes, lastimados pechos/ (…)
Gordon Craig, 13-VI-2022
Ficha técnico artística:
Dramaturgia de Ana Zamora a partir de La destrucción de Numancia, de Miguel de Cervantes.
Con: José Luis Alcobendas, Alfonso Barreno, Javier Lara, Cristina Marín, Eduardo Mayo, Alejandro Saá, José Luis Verguizas e Isabel Zamora.
Espacio escénico: Cecilia Molano.
Iluminación: Miguel Ángel Camacho
Música: Alicia Lázaro.
Dirección: Ana Zamora.
Festival Iberoamericano del siglo de Oro.
Clásicos en Alcalá.
Teatro salón Cervantes.
Alcalá de Henares.