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Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos

Tiempos de anestesia”

Junto a Señas de identidad, de Juan Goytisolo, Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, constituye quizá la muestra más acabada de ruptura con el realismo objetivista que había impregnado la novela social española de mediados de siglo veinte. Incorpora las más variadas innovaciones formales iniciadas por Proust, Kafka, Faulkner o James Joyce, los grandes transformadores del género narrativo según la crítica más autorizada. Con una prosa caudalosa, rica en elementos simbólicos y en referencias cultas en forma de digresiones y comentarios; variada en tonos y registros y pletórica de recursos expresivos, constituye además, una incisiva crítica social del Madrid de la posguerra y una acerba sátira de la degradación moral de unos personajes presos de la impotencia y de la frustración y zarandeados por unas circunstancias vitales adversas.

Un universo poético y humano de primer orden, un lúcido testimonio vital de una época determinada, una obra de arte, en suma, autosuficiente y susceptible de ser disfrutada en su condición de narración, por lo que cabe preguntarse sobre la conveniencia u oportunidad de convertirla en material dramático y en hacerlo precisamente ahora.

Y más allá del propósito genérico, loable, de José Luis Gómez de hacer desde las tablas una revisión de nuestra historia reciente en un recorrido con paradas en el pensamiento de Azaña, en el de Unamuno y, ahora, en la obra de Luis Martín-Santos, buscando las razones que hayan motivado ese traslado a la escena de Tiempo de silencio a uno se le ocurre que quizá la respuesta esté sobre todo en el espléndido monólogo interior con el que concluye la novela, Pedro, a toro pasado, en el tren que le traslada a su nuevo destino, se lamenta amargamente de su propia cobardía por haber renunciado a perseguir sus sueños trocando el riesgo y las incertidumbres de una vida plena dedicada a la investigación por el cómodo retiro de una vida funcionarial en provincias, diagnosticando “pleuritis, peritonitis, pericarditis, cólicos o prurito de ano”. Y “se desespera por no estar desesperado” tras los luctuosos episodios en los que se ha visto involucrado: la muerte, desangrada, de la hija del “Muecas” y el violento asesinato de la joven Dorita, con la que acaba de descubrir el amor.

Además de honda reflexión existencial, hay ahí, creo yo, un claro aviso para navegantes, una denuncia de la moral acomodaticia, un aldabonazo a nuestras conciencias dormidas. ¿Estaremos también ahora, como entonces el protagonista, en los “tiempos de anestesia” de los que habla el autor? ¿En los tiempos de insensibilización ante la violencia, la corrupción o la injusticia? ¿Protegiéndonos, tras los muros acolchados de una vida muelle y sin sobresaltos, de los “horribles gritos de dolor -¡qué acertadísima imagen!- de los esclavos turcos castrados para eunucos en las playas de Anatolia”?

Pero vayamos a la adaptación de la obra de Martín-Santos y al montaje de la misma. Cabe destacar que se trata de una versión rigurosa que recrea el clima y los episodios más destacados de la novela, y que tras su largo periplo por la lengua alemana -al parecer la versión de Eberhard Petschinka se ha hecho a partir de una traducción al alemán de la novela y luego esa adaptación ha sido volcada de nuevo al castellano por Ronald Brouwer-, tras ese largo camino, como digo, tanto los diálogos como los pasajes descriptivos y narrativos llegan con una singular fluidez y con riqueza de timbres y texturas que no desmerecen del original. El escenario, necesariamente despojado, para permitir las múltiples y rápidas mutaciones espaciales está enmarcado por un forillo terroso cuyos cambios de tonalidad sugieren levemente el cambiante clima emocional de las sucesivas escenas, algunas, potenciadas por la presencia de la música -como en las noches locas del burdel- y ocasionalmente por efectos sonoros muy concretos, como el ruido del tren cuando atraviesa los poblados chabolistas de los arrabales de la gran urbe.

Todo se fía básicamente al movimiento escénico y a la expresión vocal y corporal de los actores en un trabajo que bascula entre los pasajes meramente relatados para contextualizar la historia, la representación propiamente dicha de escenas dialogadas y los comentarios dirigidos al público sobre las vivencias de los personajes, comentarios a veces simultáneos con la propia escena representada creándose un curioso efecto de distanciamiento brechtiano. La complejidad se acrecienta por el hecho de que un elenco reducido de sólo siete actores tienen que dar vida a la ingente pléyade de personajes que pueblan la novela, pero sobre todo por la variedad de tonos y actitudes que tienen que incorporar, que van desde lo sainetesco costumbrista de algunos cuadros a lo esperpéntico valleinclanesco de recio sesgo expresionista de otros.

Y sería difícil hacer distingos en un trabajo de conjunto de alta exigencia artística, en dobletes y tripletes de marcados contrastes, personalidades antitéticas, a veces, como las que le tocan en suerte a Julio Cortázar, el jovial, dicharachero y juerguista empedernido Matías, compañero de Pedro en sus noches de juerga, y su contrapunto el siniestro, chulesco, vengativo y mal encarado rufián “Cartucho”; Lidia Otón, por su parte, hace un verdadero ejercicio de virtuosismo transitando de la desconsolada Mater Dolorosa Ricarda, esposa del “Muecas”, a la ninfómana insatisfecha Dora, hija de la Matriarca, y de ahí, a una exuberante Charo, lúbrica reina de la noche de caderas cimbreantes y muslos poderosos que parece escapada de la cabalgata de las Valkirias. Digno de ponderación son, asimismo, la brutalidad animal del “Muecas” de Fernando Soto, un tipo de aspecto simiesco farfullando sus reparos, sus amenazas o sus improperios mientras ejerce de manera implacable su patriarcado, o la atinada recreación de Don Pedro que hace Sergio Adillo un atildado y barbilampiño mozalbete que cuando abandona la seguridad de su laboratorio se ve superado por los acontecimientos de un mundo real adverso e inclemente que acaba de descubrir. Sumido en la duda, en la indecisión y en la impotencia es incapaz de hacerse con las riendas de su propio destino.

Gordon Craig

08/05/2018

Ficha técnico artística:

Autor:Luis Martín-Santos.

Con: Sergio Adillo, Lola Casamayor, Julio Cortázar, Roberto Mori, Lidia Otón, Fernando Soto y Carmen Valverde.

Versión Eberhard Petschinka. Traducción: Ronald Brouwer.

Escenografía y vestuario: Ikerne Giménez.

Espacio sonoro: Nilo Gallego.

Dirección: Rafael Sánchez.

Madrid.  Teatro de la Abadía. Hasta el 3 de junio de 2018.

Acerca de Gordon Craig

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