“Sueños dibujados en el humo”
Cada nuevo montaje de Ernesto Caballero hace más evidente su fascinación por Lorca y el misterio de la representación y por Pirandello y su aprovechamiento de la ilusión inherente a la escena para diluir las fronteras entre realidad y ficción y para reflexionar sobre las cambiantes máscaras de la identidad, esa -en palabras de José Jiménez– “ficción entrevista que germina en el vigoroso oleaje del recuerdo”. Ya en 2007, Ernesto Caballero había explorado esta dialéctica actor/personaje en Las visitas deberían estar prohibidas por el código penal, convirtiendo su relectura de los textos de Mihura en un ingenioso y convincente ejercicio pirandeliano. En Jardiel, un escritor de ida y vuelta el propio dramaturgo, en carne y hueso, “regresa” de la tumba para dialogar con sus actores y con sus personajes en el escenario e instruirles sobre la verdadera naturaleza de las criaturas de ficción. El principio organizador del material dramático en el montaje que nos ocupa parece ser el mismo: los protagonistas de las diversas escenas que componen el espectáculo parecen convocados a una cita con su destino de personajes de ficción en el mismo lugar donde se desarrollaron los hechos: la antigua cafetería de los bajos del teatro María Guerrero, reproducida por la escenografía hasta en sus más mínimos detalles.
Concebido para conmemorar el cuadragésimo aniversario de la fundación del Centro Dramático Nacional, José Ramón Fernández, intuyo que en estrecha colaboración con Ernesto Caballero, ha recopilado, anécdotas y recuerdos de varias generaciones de teatreros que en los entreactos de la función o en los recesos de los ensayos pasaban por la cafetería para tomarse una cerveza o un bocadillo, para encontrar compañía o, en el caso de neófitos y aficionados, para relacionarse con lo más granado del mundillo teatral del momento, que se reunía en dicha cafetería o en locales de moda aledaños, como el pub Oliver o el Café Gijón, cuartel general de tertulianos y escritores.
Más que por su valor documental, que lo tiene, con decenas de referencias a estrenos en el María Guerrero desde 1970 hasta los últimos noventa (fecha en la que se cerró la cafetería), papeles inolvidable de Aurora Redondo, Berta Riaza, María Asquerino, Julia Gutiérrez Caba, José Pedro Carrión, José Luis Gómez, José María Rodero o Adolfo Marsillach, fundador del CDN, y tantos otros, la obra es una evocación; recrea un ambiente, una atmósfera que parecen escapar a cualquier época o contexto histórico concretos para inscribirse en el reino intemporal de las fantasías poéticas. “Sueños dibujados en el humo” como dice uno de los personajes, que en el pasado, en las tardes de estreno, cuando el telón se levantaba y se hacía el oscuro y el silencio en la sala, excitaban nuestra curiosidad, saciaban nuestro anhelo de belleza o nos colmaban de emociones.
La función pivota en torno a un personajes de nueva creación, José María, que encarna magistralmente Pepe Viyuela; un tipo enclenque y apocado, mitómano asiduo del teatro y de la cafetería donde parece haber pasado media vida, un fetichista que conserva como si fuera un tesoro los programas de mano de las funciones de tardes memorables en este sanctasanctórum del teatro que es el María Guerrero. Con su evocación de Manuel Galiana, de Bódalo o del eximio José Luis Alonso comenzará el interminable carrusel de apariciones enmarcadas por la presencia inicial y final de los scalogneses, personajes de Los gigantes de la montaña (cómo no, de Pirandello), espectros comandados por Fuso Negro (Julián Ortega), personaje de las Comedias Bárbaras, como maestro de ceremonias. Así veremos a Julieta (Raquel Salamanca) de El Público, “emerger de las impasibles paredes de mármol”, a Doña Rosita la soltera (Isabel Dimas) pasear su soledad y frustración, o al irresoluto Lopajin (Jorge Basanta) en el cuarto acto de El Jardín de los cerezos, incapaz de abrir su corazón ante una anhelante Varia (Maribel Vitar); al irreverente e intempestivo Max Estrella (Pepe Viyuela), a las espectrales apariciones de Leslaw y Waclav (Jorge Basanta y Daniel Moreno) de Wielopole, Wielople, de Tadeusz Kantor o al atildado y elegante señor de Murcia (Juan Carlos Talavera) luciendo palmito y disfrutando del anonimato y de la posibilidad de “esparcimiento” que proporciona la villa y corte a los señores de provincias. Y junto a ellos, personajes “reales” como Víctor García, el jovencísimo y genial director chileno en un premonitorio atisbo de su muerte temprana discutiendo acaloradamente con Nuria Espert, y fugaces apariciones de de Adolfo Marsillac, de Mario Gas o de Buero Vallejo. Entre otros, como ya he dicho de un innúmerable elenco de personajes reales y de ficción.
Un texto ágil y fluido y un estupendo trabajo de actuación en el que se superponen múltiples niveles de ficción, con los actores, mezclados literalmente con el público, entrando y saliendo de los personajes, que a su vez representan a otros personajes en un ingenioso juego metateatral. Una espléndida ambientación de luz y sonido que nos retrotrae a experiencias pasadas, cuando tuvimos el privilegio de asistir a algunos de los espectáculos evocados, o a otros que no se mencionan, experiencia estética que viene acompañada de una inevitable punzadita de nostalgia.
Gordon Craig, 28-IX-2018.
Ficha técnico artística:
Título: Un bar bajo la arena
Autor: José Ramón Fernández.
Con: Jorge Basanta, Isabel Dimas, Luis Flor, Carmen Gutiérrez, Ione Irazábal, Daniel Moreno, Julián Ortega, Francisco Pacheco, Raquel Salamanca, Juan Carlos Talavera, Janfri Topera, Maribel Vitar y Pepe Viyuela.
Escenografía: Mónica Boromello.
Vestuario: Juan Sebastián Domínguez
Música y espacio sonoro: Luis Miguel Cobo
Dirección: Ernesto Caballero
Madrid. Teatro María Guerrero.
Sala de la Princesa.
Estreno 28 de septiembre de 2018.