jueves , 31 octubre 2024

‘Vida de Galileo’, de Bertolt Brecht: “La suave violencia de la razón”.

Galileo Galilei (1564-1642) fue un matemático y filósofo de la naturaleza -como se denominaba entonces, en sentido lato, a los científicos- que ha pasado a la historia sobre todo por haber sido el primer estudioso cuyas observaciones en astronomía pusieron en entredicho el sistema aristotélico-ptoloméico imperante que consideraba la Tierra como centro del universo. Sus descubrimientos, que vinieron a demostrar la teoría heliocéntrica de Copérnico, no sólo alteraron sustancialmente el paradigma científico de la época, sino que amenazaban con desestabilizar la cosmovisión medieval y todo el sistema de creencias en el que se sustentaba el poder omnímodo de la Iglesia. La rápida expansión y popularidad de sus teorías -expuestas en su tratado de 1610 Sidereus nuncis (“El mensajero de los astros”)- le pusieron en el punto de mira de los guardianes de la ortodoxia. Detenido por la Inquisición en 1633 fue sometido a juicio y obligado a retractarse de sus ideas. Los últimos años de su vida transcurrieron en compañía de su hija Virginia en una suerte de retiro bajo la tutela de la Iglesia que pretendió, inútilmente, “curarle” de sus errores pasados. Durante ese tiempo y a espaldas de sus guardianes continuó desarrollando sus investigaciones que culminaron con la redacción de los Discorsi (“Discursos sobre dos nuevas ciencias: la mecánica y las leyes de la gravitación”), que su antiguo protegido y alumno Andrea Sorti consiguió sacar subrepticiamente de Italia.

No es de extrañar que este científico con innegables dotes para la experimentación y para el razonamiento lógico, símbolo de la lucha de la razón contra el oscurantismo y personificación de una “Nueva Era” concitara las simpatías de un Bertolt Brecht que estaba precisamente alumbrando un nuevo teatro para la “era científica”. El argumento de la pieza, además, con el procesamiento de Galileo por la Inquisición como elemento nuclear, se compadecía bien con el tema del proceso, una constante en la obra del dramaturgo alemán, ligada a una visión marxista, hegeliana, del Derecho, que sólo ve en él un medio de coerción de las clases dominantes sobre las clases oprimidas. Por último, en línea con el didactismo de su teatro, esta figura histórica, víctima de la injusticia del “estado opresor” representado por la Iglesia, le venía de perlas a Brecht para criticar la injusticia de la sociedad de su tiempo precisamente por el expediente -como indica Jacques Desuché– de mostrar “la justicia en acción”.

En febrero de 2016 tuve ocasión de ver una espléndida puesta en escena de la obra en versión y dirección de Ernesto Caballero, con escenografía de Paco Azorín y con el “ex joglar” Ramón Fontseré dando vida a un afable, dicharachero y bien humorado Galileo, una extraña combinación de bon vivant y de científico determinado en su proyecto de proseguir a toda costa con sus investigaciones. Un montaje genuinamente brechtiano, antiilusionista, reflejo de la visión precisa, objetiva y analítica de la escena y del trabajo de los actores que quería Brecht.

Vídeo de los ensayos de la obra «Vida de Galileo» de Bertolt Brecht, dirigida por Ernesto Caballero

Pero no toca ahora hablar del espectáculo, ya digo, magnífico, sino del texto, cuya lectura recomiendo. Una lectura que, aunque no pueda, obviamente, revelarnos en plenitud la belleza plástica del montaje, constituye por sí sola una experiencia enriquecedora y una buena ocasión para disfrutar, a la vez, de la claridad expositiva, del tono humorístico, del gusto por la ironía y por la paradoja que caracterizan la escritura de Brecht y de los numerosos estímulos para la reflexión ética que albergan sus páginas.

Me centraré en lo que considero el aspecto esencial, nuclear, por así decirlo, de la obra desde el punto de vista temático, a saber: la pugna de la razón, del espíritu crítico, por abrirse camino frente oscurantismo, la ignorancia y el prejuicio. Un asunto de hondo calado que no se agota en la peripecia concreta de Galileo con las altas jerarquías eclesiásticas de su época sino que bajo otros ropajes, con otros protagonistas y en distintas circunstancias históricas, aflora y se recrudece en el cuerpo social cada vez que el sectarismo dogmático y la intolerancia  intentan poner freno al desarrollo del pensamiento libre. Se me ocurren, así a bote pronto, un par de ejemplos egregios de obras teatrales que desarrollan variantes de este mismo conflicto: Las Brujas de Salem, de Arthur Miller, o Un enemigo del pueblo, de Ibsen (glosada no hace mucho en esta columna de El Heraldo); y por cambiar de registro y no apartarnos mucho de la realidad más actual, cabría citar entre otros el ensayo La neo-inquisición de Axel Kaiser, donde se denuncian los peligros del ascenso de un puritanismo de nuevo cuño originado en la izquierda intelectual y que se ha expandido como una epidemia infectando todos los niveles y compartimentos de nuestra vida social. Nos referimos coloquialmente a esta nueva práctica cultural con la expresión “corrección política”. Amparados en el victimismo, y el emocionalismo latente bajo este nuevo paradigma del pensamiento posmoderno, los adalides de lo políticamente correcto están provocando una peligrosa radicalización del debate público, envenenado nuestra convivencia y amenazando con arrinconar de nuevo la razón en favor de la violencia y la fuerza como árbitros últimos de toda disputa.

Pero volvamos a la obra que nos ocupa. Desde del inicio mismo ya quedan planteados los términos del conflicto, que llegará a su clímax en el cuadro 13 con el proceso y la retractación a la que hemos aludido arriba. Brecht parece querer dejar claro desde el principio la actitud afable, conciliadora y comprensiva de Galileo y su fe inconmovible en la Razón. Y lo expresa, en el tercer cuadro, con un candor y una ingenuidad sólo comparables al fervoroso entusiasmo con el que el joven Andrea Sarti, hijo del ama de llaves de Galileo atiende a las explicaciones de su maestro sobre el movimiento de los cuerpos celestes.

Galileo acaba de mostrar a su amigo Sagredo el resultado de sus últimas observaciones de la Luna, de la Vía Lactea y de las lunas de Júpiter mediante el rudimentario telescopio que ha construido. De estas observaciones se deduce inequívocamente que la Tierra es un cuerpo astral que como los restantes planetas gravita y gira en torno al Sol, que no existen soportes en el Cielo (esas supuestas “esferas de cristal” donde estarían fijos los astros) y que, en definitiva, la tierra es un astro más y no el centro del vasto universo como se daba por sentado hasta ahora como verdad absoluta.

Momento de la representación de la obra, dirigida por el propio Bertolt Brecht

Sagredo se muestra asombrado y temeroso ante tamaño hallazgo.

GALILEO.- ¿Quieres dejar de quedarte ahí como un bacalao, cuando hemos descubierto la verdad?

SAGREDO.- No me quedo como un bacalao sino que tiemblo al pensar que pudiera ser la verdad.

Y su temor se acrecienta ante el terrible corolario que puede extraerse de este descubrimiento:

SAGREDO.- (…) ¡Es decir que solo hay astros! (…) ¿Y dónde está Dios en tu sistema universal?

GALILEO.- ¡En nosotros o en ninguna parte!

SAGREDO.- ¿Como decía el que quemaron en la hoguera? (refiriéndose a Giordano Bruno)

GALILEO.- Porque no pudo probar nada

SAGREDO.- ¿Y crees que esto cambia las cosas?

GALILEO.- ¡Totalmente! Mira, Sagredo, ¡Tengo fe en los hombres, lo que quiere decir que tengo fe en su razón!

Toda la conversación que sigue gira en torno a este argumento. Sagredo afirma que el comportamiento de los hombres es irracional, errático, que es el miedo y no los razonamientos lo que determina su conducta. Pero Galileo insiste una y otra vez; y merece la pena rescatar en su literalidad sus palabras que muestran la confianza de Galileo en el poder de la razón a la que hacíamos referencia arriba:

GALILEO.- (…) Sí, tengo fe en la suave violencia de la razón sobre los hombres. A la larga no pueden resistírsele. Nadie puede ver mucho tiempo como dejo caer una piedra –deja caer al suelo una piedra- y digo que no cae. De eso nadie es capaz. La seducción que se desprende de una prueba es demasiado grande. La mayoría se rinde a ella, y a la larga, todos. Pensar es uno de los mayores placeres del ser humano. (Subrayado mío).

Esa profunda convicción de Galileo arraiga fácilmente en la mente del joven Andrea, que a partir de ese momento se va a convertir en un incondicional del maestro, pero no deja de despertar suspicacias en el Secretario de la universidad que quiere resultados inmediatos y que tengan utilidad práctica y que teme que las afirmaciones de Galileo puedan levantar sospechas en las altas esferas. Desencantado con la actitud de sus protectores decide abandonar Padua y dirigir sus pasos a Florencia y buscar el patronazgo Cosme de Médicis, el Gran Duque de Toscana, donde tropieza de nuevo con la incredulidad de los sabios de la corte. El encuentro con el Filósofo y el Matemático del séquito del Gran Duque ponen en evidencia cuan sólida y profundamente el prejuicio ha arraigado en las mentes de estos “notables” que no se dignan siquiera a mirar por el “tubo”, mientras invocan la autoridad de Aristóteles:

Representación de la obra ‘Vida de Galileo’, de Bertolt Brecht. Fotografía de Marcos G.

EL FILÓSOFO.- (…) “El universo del divino Aristóteles, con sus esferas místicamente musicales y bóvedas de cristal y las órbitas de sus cuerpos celestes y la inclinación de la trayectoria solar y los secretos de las tablas de satélites y la profusión de estrellas del catálogo del hemisferio austral y la inspirada arquitectura del globo celestial, forma una construcción de tal orden y belleza que deberíamos titubear en perturbar esa armonía”.

GALILEO.- ¿Y si su alteza contemplara por este anteojo la existencia de esas estrellas tan imposibles como inútiles?

EL MATEMÁTICO.-  Se sentiría la tentación de responder que su anteojo, al mostrar lo que no puede ser, no es muy de fiar ¿No?

Y un poco más adelante, otra vez, el miedo cerval a descubrir la verdad:

GALILEO.- “La verdad es hija del tiempo y no de la autoridad. Nuestra ignorancia es infinita. ¡Diminusyámosla! ¿Por qué querer ser ahora tan listos cuando, por fin, podríamos ser un poco menos tontos? Ahí tienen un instrumento con el que puede verse un poco mejor una puntita del universo. ¡Utilícenlo!

EL FILÓSOFO.Sólo me pregunto a dónde conduce todo esto.

GALILEO.-Yo diría que, como científicos, no tenemos que preguntarnos a dónde puede conducirnos la verdad.

EL FILÓSOFO.- (furioso) Señor Galilei ¡quién sabe a dónde puede conducirnos la verdad!”

Por fin, en 1616 el Colegio Romano, no sin profundas discrepancias entre los miembros del Instituto de Investigaciones del Vaticano, confirma los descubrimientos de Galileo. Se ha abierto una fisura en el monolítico bloque doctrinal de la Iglesia que hay que suturar a toda costa antes de que todo el edificio construido pacientemente durante siglos comience a resquebrajarse. Y la  primera medida no se hace esperar: el tribunal del Santo Oficio declara herética la teoría heliocéntrica de Copérnico ahora corroborada por los hallazgos de Galileo, porque tal constatación ponen en entredicho la Verdad Revelada

En los cuadros que siguen, 7, 8 y 9 vamos a descubrir en toda su extensión y rotundidad el significado del famoso aserto de Don Quijote: “Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho”.

Y quien quizá mejor explica el estado de la cuestión y la amenaza inminente para el estatus quo que suponen las investigaciones de Galileo es, desde su ingenuidad y buen sentido, el personaje de El Pequeño Monje. Toda su conversación con Galileo en el cuadro 8 no tiene desperdicio. Rescataré sólo un pequeño fragmento. (Recordando su humilde origen campesino y la paciente aceptación de las penurias y trabajos de sus familiares y conocidos para sobrevivir, sometidos a los rigores del clima y a la monotonía de una existencia gobernada por la regularidad de los ciclos de la naturaleza a la que se han solapado los ritos religiosos …)

Representación de la obra ‘Vida de Galileo’, de Bertolt Brecht. Fotografía de Marcos G.

EL PEQUEÑO MONJE.- (…) “¿Qué dirían los míos si yo les dijera que se encuentran en un pequeño conglomerado rocoso, que gira incesantemente en el espacio vacío en torno a otro bastante insignificante? ¿Para qué sería entonces necesaria o buena esa paciencia, esa comprensión de su propia miseria?¿De qué servirían las Sagradas Escrituras, que lo han aclarado y explicado todo como necesario, el sudor, la paciencia, el hambre, la sumisión, si ahora se ha encontrado en ellas tantos errores? (…)”

A punto de abrazar la perspectiva científica del maestro (aunque todavía le falta un pequeño empujón), concluye El PEQUEÑO MONJE dando por buena la decisión de la Santa Congregación:

“No tiene sentido nuestra miseria, el hambre es simplemente no haber comido y no una prueba que debemos soportar; el esfuerzo es doblarse y tirar y no un mérito. (…)  ¿Comprende que vea en ese decreto de la Santa Congregación una noble compasión materna, una gran bondad espiritual?

Y estalla GALILEO.-  ¿Bondad espiritual? (…) Las virtudes no están ligadas a la miseria, amigo mío. Si los vuestros vivieran prósperos y felices, podrían desarrollar las virtudes de la prosperidad y de la felicidad. Ahora sus virtudes de seres agotados proceden de tierras agotadas, y yo las rechazo. (…) ¿Y por qué no hay nada? ¡Por qué el orden de ese país es sólo el de un arca vacía y la necesidad sólo la de trabajar hasta matarse?¡Y eso entre viñedos rebosantes, al borde de trigales! Vuestros campesinos de la Campania pagan las guerras que el representante del dulce Jesús desencadena en España y Alemania. ¿Por qué sitúa la Tierra en el centro del universo? ¡Para que la silla de  San Pedro pueda estar en el centro de la Tierra! Se trata sólo de eso.”

El PEQEÑO MONJE refugiándose, como último bastión de resistencia, en su condición de sacerdote esboza un débil argumento, frente a la vehemencia del discurso de Galileo:

“¿Y no cree que la verdad, cuando es la verdad, se impone también sin nosotros?

GALILEO.- No, no, no. Sólo se impone tanta verdad como nosotros imponemos. La victoria de la Razón sólo puede ser la victoria de los que razonan. (Lanzándole un paquete de manuscritos) ¿Eres físico, hijo mío? Aquí están las razones de que los mares tengan flujos y reflujos. Pero no debes leerlo, ¿me oyes? Ah, ¿lo estás leyendo ya? -remata triunfalmente- Entonces eres un físico”

Aquí el relato de Brecht da un salto de 15 años. Un nuevo Papa, amante de la ciencia, ha llegado al Vaticano. Mientras Galileo ha seguido investigando en diversos campos y gran parte de sus teorías se han difundido como un reguero de pólvora entre el pueblo llano. Panfletistas y cantores de baladas recogen por todas partes las nuevas ideas y Galileo goza de una gran popularidad, lo que despierta definitivamente las sospechas en el Santo Oficio que envía a un alto funcionario con el encargo de trasladarle a Roma para ser interrogado.

En el cuadro 12 (encuentro del Papa con el Cardenal Inquisidor justo antes del proceso), de las palabras del Inquisidor puede deducirse que acierta de pleno en su diagnóstico. Esa rápida diseminación de los descubrimientos de Galileo entre gentes de todo pelaje y condición están sembrando dudas sobre sus creencias más arraigadas, y ese es el verdadero peligro.

El INQUISIDOR.- “No se trata de las tablas (para el cálculo astronómico), sino de la espantosa inquietud que se ha producido en el mundo. Es la inquietud de sus propios cerebros la que aplican a la Tierra. A esta Tierra inmóvil. Y gritan: ¡Los números hablan! ¿Pero de donde vienen esos números? Todo el mundo sabe que vienen de la duda. Esos hombres dudan de todo. ¿Debemos fundar la sociedad humana sobre la duda y no sobre la fe? (…) ¿Por qué ese interés repentino en una ciencia tan remota como la astronomía? ¿No es indiferente cómo dan vuelta las esferas? Pero no hay nadie en toda Italia, ni el último palafrenero, que -por mal ejemplo de ese florentino- no hable de las fases de Venus y piense al mismo tiempo en tantas cosas como en las escuelas y en otros lugares se declaren inconmovibles y que tan molestas son. ¿Qué ocurriría si todos esos, de carne débil e inclinados a cualquier exceso, creyeran sólo en su propia razón, que ese insensato declara única instancia? (…)

El Papa, (antes cardenal Barberíni) trata de defender la importancia de los trabajos de Galileo y su valor para el progreso y mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos y, además, se queja de que si se condena a Galileo la Iglesia pueda ser tachada de oscurantista y retrógrada.

EL PAPA.- “Al fin y al cabo ese hombre es el mayor físico de esta época, la luz de Italia y no un iluso cualquiera. Tiene amigos. Ahí está Versalles. Ahí está la corte de Viena. Calificarán a la Santa Sede de sumidero de prejuicios podridos. ¡No hay que tocarlo!

El INQUISIDOR.En la práctica no habría que ir muy lejos. Es un vividor. Cedería enseguida.

EL PAPA.- Como máximo, que se le muestren los instrumentos.

El INQUISIDOR.- Eso bastará, Santidad. El señor Galilei entiende de instrumentos.

El resultado del proceso ya lo conocemos. Y la profunda decepción de sus seguidores, que pensaban que no daría su brazo a torcer ni se sometería a una vergonzosa retractación pública. Por un momento parece que los hechos desmienten su confianza inquebrantable en la Razón. Pero no es así. Aún bajo la tutela de la Iglesia Galileo sigue trabajando y al final su obra consigue sustraerse a la censura y abrirse camino hacia otras latitudes, hacia lugares más receptivos a las novedades de esa nueva cosmovisión que descubrimientos como los del físico florentino vendrían a instaurar.

Representación de la obra ‘Vida de Galileo’, de Bertolt Brecht. Fotografía de Marcos G.

En la cancioncilla que sirve de preámbulo al cuadro 15 y último de la obra, Brecht lo expresa así:

               Amigos, esta historia es verdadera: / La ciencia se escapó por la frontera./ Nosotros, aún sedientos de saber, / tuvimos que quedarnos, sin querer. / Guardad pues la antorcha de la ciencia / y no la uséis jamás con impaciencia. / De otro modo, un incendio estallará / y a todos a la vez destruirá.

En su última conversación con Andrea, su alumno predilecto, un anciano Galileo, ya casi ciego, ha abandonado totalmente el estudio pero todavía está en condiciones de darle algunas indicaciones sobre lo que considera más importante de la ciencia a la que se ha entregado. Le advierte de que no debe de desviarse nunca del único objetivo de la investigación científica que es aliviar la fatigas de la existencia humana, de que si se orienta en la dirección equivocada o se pone al servicio de intereses bastardos puede terminar produciendo sufrimiento y, por último, le instruye acerca de que lo deseable es que el saber llegue a todos y, de que en ese empeño, siempre chocará con la oposición de las diversas instancias de poder que querrán monopolizar los privilegios que procura el conocimiento. He aquí sus palabras:

GALILEO.- (…) “La ciencia comercia con el saber, obtenido mediante la duda. Al tratar de impartir saber a todos sobre todas las cosas, aspira a hacer que todos los hombres duden. Ahora bien, la mayor parte de la población es mantenida por sus príncipes, terratenientes y clérigos en un vaho nacarado de supersticiones y consejas que ocultan sus maquinaciones.”

No puede decirse de forma más poética ni menos contundente. Unas palabras pertinentes tanto entonces como en la coyuntura presente donde el caudaloso torrente de información, de todo tipo, controlada por el poder está siempre sometida a sus estrategias de dominio y manipulación.

Gordon Craig, 30-III-2021

NOTA. Todas las citas están extraídas de la espléndida traducción de Miguel Sáenz para Alianza Editorial. “Libros de bolsillo”. Madrid 1995.

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