Un equipo de investigación arqueológica dirigido por el profesor de historia de la Universidad a Distancia de Madrid, UDIMA, Jesús Alberto Arenas, acaba de finalizar los trabajos de excavación del castro celtibérico situado en las proximidades de Olmeda de Cobeta, en el paraje conocido como Peña Moñuz.
Los trabajos forman parte del programa de investigación arqueológica que se están realizando en la zona desde 2006 y que este año han sido promovidos por el ayuntamiento de Olmeda de Cobeta y la UDIMA con el fin de dar a conocer más datos sobre los asentamientos que tuvieron lugar en el Señorío de Molina y la sierra del Ducado durante la Edad del Hierro.
Todo indica que dichos asentamientos comenzaron en el siglo V a.C. y tuvieron continuidad hasta el siglo II a.C. , cuando Roma completó la ocupación total de la península Ibérica.
Estos pequeños poblados de época prerromana dieron lugar a algunos núcleos habitados que perduraron luego como establecimientos hispanorromanos.
Vestigios de todo ello los podemos encontrar en localidades como Herrería, Checa, Olmeda de Cobeta, Luzaga, Aguilar de Anguita, Chera y tantos otros municipios del noreste guadalajareño, en los que poco a poco va apareciendo una mayor cantidad de objetos y enseres que nos aportan datos sobre quiénes eran y cómo vivían los celtíberos.
¿Qué sabemos de los celtíberos?
La historiografía clásica en ocasiones describe a los celtíberos como una mezcla de celtas e íberos que habitaban península ibérica en tiempos prerromanos.
El desarrollo, y desconocimiento, de la historia se ocuparon de que esa idea se fuese asentando hasta el punto de que muchos llegaron a dar por hecho que los celtíberos fue un nuevo grupo étnico hispano surgido del mestizaje entre dos razas que compartían un mismo territorio.
Pero lo cierto es que, cuando los romanos llegaron a la península Ibérica, se encontraron con tribus que ocupaban la mitad oriental de la meseta castellana y que no supieron definir ni como celtas ni como íberos porque tenían características comunes a los unos a los otros.
Había incluso una disparidad de pareceres entre los propios historiadores de la época ya que, mientras Apiano (siglo I) defendía la idea de que esos pobladores descendían de matrimonios entre celtas e íberos, Plinio el Viejo vio la génesis de los celtíberos en las migraciones celtas desde Lusitania hacia el centro peninsular donde se asentaron, siendo este autor quien se ocupó de acuñar el término que aún hoy en día mejor define a los celtíberos: los celtas de Iberia.
Ante el desconcierto que generaba el hecho de haber encontrado pueblos que escapaban a toda catalogación conocida hasta el momento, los romanos crearon el término celtíbero para definir a unas tribus que, sin ser como los galos del norte de los Pirineos, tampoco eran como los íberos del levante hispano, pero que mantenían las costumbres de unos y otros y estaban asentadas en una amplia franja de terreno situado en el centro de Hispania.
Los unos y los otros: ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿Adónde iban?
¿Los íberos vinieron a la península Ibérica desde el Mediterráneo oriental o lo hicieron desde el norte de África? ¿Quizs eran parte de los habitantes de la Europa caucásica? ¿Qué sabemos de su origen?
Como suele ocurrir en las investigaciones relativas a épocas prehistóricas, las teorías y los pareceres son múltiples, y existen pocos modos de corroborar unas u otros.
El origen y cronología de los íberos habría que buscarlos remontándose milenios, y las primeras alusiones a este grupo las podemos encontrar a raíz del expansionismo griego del siglo VII a.C. que, en su búsqueda de nuevos mercados a lo largo del occidente mediterráneo, se topó con los pobladores de las costas levantinas y los definió como “iberoi”.
Un par de siglos después también se los encontrarían los fenicios en sus incursiones por el litoral este y sur peninsular y fueron, por cierto, los fenicios quienes bautizaron la zona con el nombre de i-shepham-im: la tierra de los conejos, expresión que parece ser dio origen al término Hispania.
Y, por supuesto, también los encontraron los pueblos celtas cuando estos llegaron.
Los celtas, sin filtro
Plinio el Viejo (siglo I) describió en sus escritos que los celtas que llegaron hasta el noreste de la meseta castellana venían del oeste peninsular, concretamente desde la Celtici, un territorio comprendido en el actual Alentejo (Portugal), y que llegaba hasta el Atlántico por su extremo occidental y hasta ya entrada la actual provincia de Ciudad Real por el este.
Pero, ¿de dónde vinieron los celtas portugueses?
Con razón, al hablar de naciones celtas se nos va la imaginación a Gales, Bretaña, Escocia, Irlanda o incluso el norte peninsular porque es en estos lugares donde mejor se ha sabido conservar y promocionar aquella cultura.
Pero lo cierto es que los celtas que habitaron la península Ibérica se podían encontrar en todo el territorio al oeste de una línea trazada desde Irún (quizás desde Marsella) hasta el centro de la provincia de Cuenca y prolongada desde allí hasta la sierra de Andújar e incluso Huelva.
Parece aceptado que los celtas se habrían ido implantando por la zona citada desde el siglo X a.C. y que cuando lo hicieron, el resto de la península Ibérica, una ancha franja a lo largo del litoral este y sur peninsular, estaba ya ocupada por los íberos que habían llegado unos pocos siglos antes.
Diferencias vecinales
Las diferencias entre celtas e íberos eran evidentes.
Se podría retratar a los celtas que habitaron la península Ibérica como tribus que subsistían en base a la agricultura y la ganadería, pero que tenían un carácter guerrero que les llevaba a practicar el saqueo y el pillaje en poblaciones cercanas.
Aunque conocían la metalurgia y la artesanía textil, no tenían ni moneda ni practicaban la escritura y se estructuraban socialmente en grupos de parentesco tales como clanes y linajes que se encontraban inmersos en sociedades tribales dirigidas por caudillos militares que, al no existir leyes escritas, se regían por lo que acordaba la asamblea ciudadana y el consejo de ancianos.
Por su parte, de los íberos se podría decir que, aunque también basaban su subsistencia en la ganadería y la agricultura, tenían técnicas muy desarrolladas para hacerlo lo cual, unido al auge de la minería, la metalurgia, la cerámica, las manufacturas y al conocimiento del uso de la moneda y de la escritura, hizo que llegaran a desarrollar el comercio de manera activa.
Tenían pues un gran poder económico que hizo posible que, aunque también se agrupaban en sociedades tribales, estas alcanzaran un alto grado de desarrollo social y político en virtud de la gestión realizada por una élite aristocrática y militar que conseguiría aportar incluso un cierto grado de evolución urbana en sus pequeñas ciudades-estado fortificadas.
Con tan pocos puntos en común parecería impensable que los unos, más radicales en sus planteamientos, llegaran a relacionarse con sus vecinos, portadores de una cultura más homogénea y que estaba claramente influenciada por la griega… Pero así fue.
¿Hubo mestizaje entre celtas e íberos? Sí; mestizaje cultural
Con independencia de los escarceos más o menos amorosos que se dieran entre miembros de estos dos grupos de pobladores, el tótum revolútum racial que se ha ido desarrollando en la península Ibérica desde hace milenios es lo que ha conformado el carácter del español actual.
Es decir, no se puede afirmar que celtas e íberos se mezclaran genéticamente hasta el punto de llegar a crear un grupo primigenio y autóctono en nuestra zona.
Lo que sí se produjo fue un proceso de hibridación cultural a raíz de que los celtas comenzaron a adoptar determinados elementos materiales y culturales de sus vecinos íberos por estar estos últimos más desarrollados.
Los celtas de Iberia, a lo largo de sus dos o tres siglos de historia, comenzaron a tornear cerámica al estilo de sus vecinos, comenzaron a usar el alfabeto ibérico e incluso la mortífera falcata de los íberos, espada de filo curvo y ancho que tenía una gran efectividad ofensiva.
Las tribus iban perdiendo importancia y las ciudades iban creciendo mucho y evolucionando claramente hacia polis o ciudades estado al modo griego debido a la influencia Ibérica.
Todos estos factores iban confiriendo a los celtas de Iberia rasgos propios que les diferenciaban de sus hermanos del resto del continente europeo.
Pero los celtíberos seguían siendo celtas que mantenían la estructura mental, la cultura y las costumbres propias de los celtas.
Los asentamientos en la zona del Geoparque molinés
El modo en que todo lo descrito afectó a quienes hace 25 siglos vivían por la zona de Molina es lo que poco a poco va saliendo a la luz en yacimientos como el de Olmeda de Cobeta, el de Guijosa, el de Aguilar de Anguita, el de Herrería, el de Luzaga, etc, en los que paulatinamente va apareciendo el patrón típico del poblado celtibérico.
Tal y como afirma el historiador Francisco Javier Barrios, dicho patrón “responde al modelo de poblado fortificado en altura, de no mucho más de una hectárea de extensión e instalado en colinas amesetadas en torno a cauces fluviales”.
Barrios añade que en estos núcleos poblacionales, conocidos como castros, se suelen encontrar los vestigios que certifican la “presencia de sistemas defensivos artificiales tales como murallas, torres, fosos, hileras de piedras hincadas o chevaux de frise y, en ocasiones, puertas de ingreso que dan pie a un pasillo escoltado por torres avanzadas”.
“En el interior de estos recintos existía una cierta organización urbana en torno a una o varias calles centrales, con casas adosadas entre sí que apoyan su parte trasera en las murallas mientras que la delantera que se abre a la mencionada calle central. Estas casas solían estar hechas de piedras y tener una planta rectangular cubiertas con ramas y planchas de bálago, que permiten salir humo del hogar e impiden la infiltración del agua de lluvia”, afirma el historiador.
Parece ser que estas casas se organizaban generalmente de tres estancias: un vestíbulo frente a la puerta donde tal vez se acometieran tareas artesanales, el hogar, que es la parte central y suponía el lugar de reunión familiar para comer y dormir, y una despensa, donde se almacenan los alimentos y se apilaban las herramientas de los antiguos pobladores de la zona del geoparque.
Guadalajara celtíbera
No obstante, y a juzgar por los vestigios hallados en distintos puntos de la provincia, no fue la de Molina la única zona de Guadalajara en la que hubo poblados celtíberos, dado que se han encontrado evidencias de ellos en las vegas del Tajuña, el Jarama y el Henares e incluso en la sierra Norte, cerca de El Atance, Carabias, Atienza o La Olmeda, yacimientos, estos últimos, que entroncan directamente con los famosos restos arévacos encontrados en la localidad de Tiermes, ya en el sur de la provincia de Soria.
Fueron estos, los arévacos, con los titos, los belos, los lusones y los pelendones los principales pueblos celtíberos que existieron y estaban compuestos por gens o tribus a su vez formadas por las gentilitatis o clanes, que ejercían el control de un determinado territorio y que en ocasiones peleaban entre sí por dicho control mientras que en otras se aliaban contra enemigos comunes.
En Guadalajara se pueden localizar restos de lusones y titos en la zona de Atienza, pero esos pueblos serían barridos o desplazados hacia el noreste provincial por los arévacos, más expansivos y poderosos.
El legado de todos ellos es lo que poco a poco se va rescatando en las investigaciones arqueológicas que se realizan pero también se puede intuir en la toponimia de la provincia, en la que encontramos nombres como Luzón o Luzaga, que claramente nos remiten a los lusones.
Sin demasiado miedo a equívocos, se puede afirmar que casi la totalidad de nuestra provincia era celtíbera, con la excepción de la franja suroccidental, más próxima a Carpetania, y en la que hubo un menor influjo de los íberos.
Eso no significa que existiera una frontera con ellos, ni siquiera que existieran fronteras físicas entre los territorios de los celtas y los de los íberos ni entre los vaceos del norte de Castilla y los vetones del sur, ambos celtas, por poner un ejemplo, ya que lo único que tenemos son evidencias de asentamientos de unos u otros en una u otra zona sobre la que ejercían una mayor influencia.
Esas evidencias, en nuestra provincia, nos retrotraen a tiempos en los que los habitantes de la actual Guadalajara supieron prestarse a una mezcla cultural y tecnológica que les propició un magnífico nivel de desarrollo y que seguramente hizo sombra a las instancias administrativas superiores que trataban de imponer sus edictos y decretos.
Lamentablemente, de todo ello solo nos queda el recuerdo.
Crónica de José Luis Solano Provencio