Algunos testigos lo describieron de forma gráfica: “Parecía que se hubieran abierto las puertas del infierno”. No era para menos.
Reportaje de Roberto Mangas Morales (*)
Los vecinos de los municipios a los que primero llegaron las llamas se vieron rodeados por una tormenta de fuego de más de cuatro kilómetros de largo, que se desplazaba a una velocidad de cinco kilómetros por hora y que quemaba más de diez hectáreas por minuto, es decir, la extensión de diez estadios de fútbol del tamaño del Santiago Bernabéu cada 60 segundos.
Por si esto no fuera suficiente, la ‘cabecera del infierno’ mostraba llamas de más de treinta metros de altura que aportan una potencia calorífica de 50 megavatios por metro lineal. O lo que es lo mismo, todo el frente liberaba el mismo calor que sesenta centrales nucleares como la cercana de Trillo, la mayor de toda España. Esta lengua de fuego se llevó por delante la vida de once personas, 13.000 hectáreas de monte protegido, 3.000 de ellas en el Parque Natural del Alto Tajo, y el futuro de una comarca entera durante décadas.
Ocurrió hace 16 años, el 16 de julio de 2005, y fue la mayor tragedia humana, ecológica y económica que dejaba tras de sí un desastre medioambiental en nuestra provincia. Superior incluso a la que una década antes, el 9 de agosto de 1995, habían provocado las inundaciones que una fuerte tormenta dejó en los municipios de Yebra y Almoguera.
Reportaje publicado con motivo del 15º aniversario, que se reproduce ahora con motivo del 16º
Todo comenzó a la hora de comer del sábado 16 de julio, cuando un grupo de siete excursionistas madrileños aficionados al arte rupestre acababan de visitar el interior de la Cueva de Casares, en Riba de Saelices, en cuyo interior se encuentran algunas de las representaciones pictóricas de arte prehistórico más importantes del mundo.
A los pies del cerro que acoge la entrada a la cueva, en pleno Parque Natural del Alto Tajo, se encuentra un recinto recreativo bordeado por el cauce del río Salado, en el que la Junta de Castilla La Mancha había instalado unos merenderos y unas barbacoas de obra y que era utilizado habitualmente por familias de excursionistas para pasar el día.
Aquel 16 de julio de 2005, sobre las 14,30 horas, uno de los excursionistas, Marcelino H., asistido por un par de compañeros, encendió un par de barbacoas en las que colocó las viandas.
Las condiciones climatológicas no eran las más adecuadas ya que se daban, según los expertos, las ‘tres treinta’: 30 grados, o más, de temperatura; 30 por ciento, o menos, de humedad relativa del aire y, lo más importante, una velocidad del viento superior a 30 km/hora.
Una pavesa o brasa o rescoldo de la barbacoa, llevado por el viento, se depositó en el cercano campo de cereal recién segado y las ‘tres tes’ hicieron el resto: las llamas se propagaron a gran velocidad por la paja del rastrojo hasta a la bocana del Valle de los Milagros, por las Puertas del Gargantón y del Zapatero. El desastre, y la tragedia, acababan de comenzar.
Tanto los excursionistas como numerosos vecinos avisaron al 112 de Castilla La Mancha, quien a pesar de la gravedad de lo que los testigos contaban, ya que las columnas de humo ya se divisaban en los primeros minutos a decenas de kilómetros de distancia, se limitó a enviar los medios de extinción automáticos de despacho, esto es, un helicóptero, una motobomba y un retén. La relevancia del incendio era tal, que en las primeras horas del mismo, el humo ya era detectado por los satélites de la NASA.
Los primeros municipios, como Mazarete, rápidamente son rodeados por el fuego y han de ser los propios vecinos los que con sus propios medios luchen contra las llamas: tractores, ramas, cortafuegos, cubos de agua… No es suficiente, el fuego avanza ya por varios frentes y varias poblaciones han de ser evacuadas por el riesgo de que las llamas entren en los cascos urbanos, pero, sobre todo, por los riesgos de salud que el intenso humo y la falta de oxígeno pueden causar entre los vecinos. Tobillos, Mazarete y Ciruelos del Pinar son evacuados esa misma noche.
Ante el cariz que va tomando el fuego, los responsables de algunos retenes que la Junta tiene por toda la provincia se ofrecen para trasladarse hasta la zona del incendio, pero sus ofrecimientos son rechazados en las primeras horas del incendio.
Por si eso fuera poco, los escasos medios que llegan hasta la zona no lo hacen en las mejores condiciones y comienzan a sufrir averías: un helicóptero Kamov pierde el helibalde, la bolsa de agua, y no puede hacer descargas, mientras que un avión de carga en tierra, un ‘camello‘, apenas puede realizar media docena de viajes antes de que un fallo lo deje inoperativo.
Por si esto no fuera poco, los más altos responsables del operativo de extinción de incendios de la provincia o bien están de vacaciones, o pasando el fin de semana fuera o de celebraciones, por lo que no se encuentra ningún responsable al frente del desastre que se avecina.
Amanece el domingo 17 de julio. Los vecinos de numerosos municipios del Señorío de Molina apoyados por escasos medios terrestres de extinción de incendios, no han dormido, han hecho guardia frente al monstruo dormido, que no apagado.
Y el día no puede comenzar peor: el calor y el viento comienzan demasiado pronto y el fuego se reactiva por varios frentes. Los responsables de extinción comienzan a avisar a otros retenes para que se sumen a las tareas de extinción y piden más medios a Toledo y al ministerio. La Comunidad de Madrid se ofrece también, aunque en un principio esta última ayuda es rechazada.
Uno de los retenes que es enviado a las puertas del averno es el de Cogolludo. Cuenta con once integrantes, incluido el jefe del retén, y un colaborador externo, un bombero llegado con su propio camión motobomba desde el municipio soriano de Arcos de Jalón en ayuda de sus compañeros. Sus nombres son: Pedro Almansilla Fuero, Manuel Manteca Hernández, Luis Solano Montesinos, Sergio Casado Iritia, Marcos Martínez García, Julio Ramos Ballano, María Mercedes Vivas Parra, Jesús Ángel Jubrías, Alberto Cemillán Jadraque, Jorge César Martínez y José Ródenas Parra.
Tras recibir varias indicaciones y sugerencias por parte de los responsables y técnicos de extinción de la Junta, el retén de Cogolludo y el bombero de Arcos de Jalón acceden al cerro del Otero a primera hora de la tarde del domingo 17 de julio.
Allí, en la cima, se ven sorprendidos por una lengua de fuego que los envuelve y los abrasa en cuestión de segundos, sin darles más tiempo que a recorrer unos metros a bordo de sus vehículos. El bombero soriano, que en su intento de huida volcó el camión por el barranco, salva su vida milagrosamente.
Los numerosos voluntarios que se encuentran en la zona colaborando en las labores de extinción del fuego dan aviso inmediato al Centro Operativo Provincial, COP, que intenta ponerse en contacto con el retén, con resultado negativo. Será la llamada del bombero soriano el que les alerte de que algo ha pasado, de que se ha consumado la tragedia.
Una pareja de la Guardia Civil encuentra el herido y lo rescata, mientras un helicóptero confirma la presencia de fallecidos en lo alto del cerro del Otero. Se le ordena que evacúe los cadáveres, pero el piloto se niega: ha de ser con un helicóptero medicalizado y con presencia de sanitarios y un médico forense.
Tras conocerse los fallecimientos, es cuando la Junta decide elevar el nivel de Alerta del incendio, nombrar un jefe de extinción y solicitar medios al Estado y otras comunidades. De no haber apenas medios trabajando en las labores de extinción se pasa a una situación que algunos definieron como ‘de la nada a la guerra de Vietnán’.
Esa noche, mientras los cuerpos de los once fallecidos reposan bajo el cielo estrellado, la indignación de los vecinos de la zona estalla con la presencia de la vicepresidenta del Gobierno de España, Teresa Fernández de la Vega y, sobre todo, con la del presidente de la Junta de Castilla La Mancha, José María Barreda, a quien hacen responsable de lo ocurrido ante la más que evidente descoordinación en las tareas de extinción y en la falta de medios contra el fuego.
El incendio, que comenzó a las 14,44 horas del día 16 de julio de 2005, se dio por controlado a las 9.30 horas del día 21 de julio y formalmente extinguido el día 2 de agosto de ese año, dejó tras de sí un rastro desolador: once muertos; una docena de municipios afectados (Riba de Saelices, Ablanque, Ciruelos del Pinar, Mazarete, Luzon, Selas, Anquela del Ducado, Tobillos, Cobeta, Maranchon, Anguita y sus pedanías, Santa Maria del Espino y Villarejo de Medina); 13.000 hectáreas de masa forestal y agrícola calcinada, 3.000 de ellas en el interior del Parque Natural del Alto Tajo; y un desastre medioambiental consistente en la eliminación de cubierta vegetal, la destrucción de poblaciones enteras de especies animales y vegetales, la alteración de la textura y estructura del suelo, el incremento de gases y partículas a la atmósfera y la afectación del espacio natural protegido.
Con motivo de esta tragedia, la ciudad de Guadalajara vivió la manifestación de homenaje a las víctimas y rechazo a la gestión de las tareas de extinción del incendio más numerosa de su historia.
A esa tragedia habría que sumarle el fallecimiento de dos trabajadores más que realizaban labores de saca de la madera quemada, y las dudas generadas en torno al negocio que se hizo con la venta de esta madera, que fue objeto también de investigación judicial.
Sin embargo, la principal investigación judicial para determinar las causas y responsabilidades de esta tragedia fue la que llevó a cabo el juzgado de instrucción de Sigüenza. Durante varios años y contra viento y marea, y solo gracias al apoyo e impulso de la asociación de familias de los fallecidos, que integraba a 9 de las 11 víctimas, la juez seguntina María del Mar Lorenzo, que había sustituido a la anterior titular, Concepción Azuara, amplió el número de imputados señalados por esta última, los siete excursionistas más el vigilante de la Cueva de Casares, hasta un total de 28, entre los que se encontraban técnicos del COP, el alcalde y el secretario de La Riba de Saelices, directivos de varias empresas y del 112 de Castilla La Mancha.
Pero, sobre todo, se imputó a numerosos cargos políticos, entre ellos la entonces consejera de Medio Ambiente de la Junta, Rosario Arévalo, que se vio obligada a dimitir tras las primeras horas del incendio a la vista del desastre organizativo mostrado (si bien fue automáticamente nombrada por el Gobierno de España como directora general de la Empresa Nacional del Uranio, ENUSA); José Ignacio Nicolás Dueñas, director general del Medio Natural;y Sergio David González Egido, entonces delegado provincial de Medio Ambiente de la Junta en Guadalajara.
Esta juez no solo imputó a la mayoría de ellos el delito de incendio forestal, sino que en algunos casos lo amplió con el de homicidio profesional por imprudencia grave y contra los derechos de los trabajadores.
Tras numerosos avatares judiciales, la Audiencia Provincial de Guadalajara eximió de responsabilidad a la mayoría de los imputados, y llevó a juicio tan solo a los excursionistas.
En 2012, la Audiencia Provincial de Guadalajara tan solo condenó a Marcelino H., excursionista encargado de la barbacoa, a dos años de prisión y más de 10 millones de euros de indemnización por el daño causado y los gastos de extinción del incendio.
El Supremo ratificó un año después esta condena, que cerró en falso la tragedia medioambiental y humana más grave que ha sufrido la provincia de Guadalajara en las últimas décadas.
En el recuerdo queda la visita por sorpresa y sin convocatoria a los municipios ni los medios de comunicación del entonces presidente del Gobierno de España, José Luis Rodríguez Zapatero, que aterrizó en la comarca una semana después de la tragedia para anunciar un paquete de medidas para la reconstrucción de la comarca. Entre ellas, la creación de una sección militar especializada en desastres medioambientales, la UME, el desdoblamiento de la N-211 y el Parador Nacional de Molina de Aragón. Salvo la primera, que afecta a todo el Estado, el ninguna de las relativas a la comarca molinesa se ha cumplido 16 años después.
(*) Roberto Mangas Morales, periodista y escritor. Autor del libro ‘El incendio de Guadalajara’ (Editorial Sepha)